En la práctica existían tres categorías de personal de vuelo: ¡Los pilotos de la aviación de caza, los tripulantes de la aviación de transporte y..., la “gente” de los helicópteros!
Desde que llegué a Huambo, en el mes de enero de 1988 había ido a vivir en la casa asignada al jefe del regimiento que en ese momento era mi amigo el Teniente Coronel Rene Corredera Brito.
El puesto de segundo jefe del regimiento se encontraba vacío y a mi
me habían designado como sustituto del jefe para los vuelos. Un
cargo totalmente técnico.
El trabajo correspondiente a dicho cargo consistía, en el control de la
preparación de las tripulaciones de acuerdo a los ejercicios
obligatorios que debe cumplir un piloto, para mantener actualizada su
técnica de pilotaje.
La casa del Jefe del Regimiento era amplia, ubicada dentro del complejo de edificios en que vivían los pilotos, el personal de la colaboración civil, los trabajadores de la UNECA y técnicos extranjeros de diversas nacionalidades de los países socialistas.
A la entrada de la casa, un portal, luego venía una sala donde estaba la televisión. Más adentro quedaba el comedor. La cocina se encontraba al lateral izquierdo, saliendo por un pasillo. A la derecha de éste pasillo, el cuarto de Corredera (con baño incorporado). A continuación el cuarto de Victor Pérez Chacón, que aunque había sido trasladado para Luanda, en el cargo de inspector de la sección de aviación de la DAAFAR en la MMCA, se mantenía para cuando Victor visitara el regimiento en compañía de su mujer. Un baño intercalado entre el cuarto de Victor y el mío, que quedaba al final de la casa. Del lado izquierdo del pasillo, otro cuarto que compartían el cocinero y el chofer del jefe del regimiento.
En los días finales de marzo de 1988 había regresado de Cuito Cuanavale, después de haber participado en la “heroica defensa”.
Al llegar a Huambo me enteré que Corredera se encontraba
hospitalizado en Luanda. Había sentido unos dolores en el pecho, que
le adormecían el brazo izquierdo.
Me encontraba solo en la casa y esa noche me entretuve en ver una
película de video. De repente comencé a sentir mucho frío. Tanto que
me entraron unos temblores incontrolables.
Aunque tomaba diariamente las tabletas de cloroquina, sabía perfectamente que éste medicamento no previene el contagio de la enfermedad. Vamos, que todos sabíamos que era una gran mierda. Además de no prevenir la enfermedad, los efectos secundarios eran peores. Podían causar depigmentación permanente de partes del cuerpo, pérdida de visión, desprendimiento de retina, entre otras.
En mi caso, la pérdida de la visión no fue total, solo algunas dioptrías, pero no de forma permanente, eran unas pérdidas esporádicas que los oculistas no llegaban a comprender. La despigmentación sí fue de forma permanente y se muestra en toda su intensidad al exponer a la luz solar la parte del cuerpo afectada. O lo que es igual: Cuando voy a la playa hay partes del pecho y el cuello que no se broncean. Parece como si fuese güito, pero no lo es. No desaparece con tratamiento. El piloto de combate Juan Emer Pita tuvo que ser tratado en la URSS para intentar salvarle la visión.
Al día siguiente estaba con más de 40 grados de fiebre y decidí mudarme para el cuarto que tenía Enrique en el edificio dormitorio de los pilotos, que qudaba enfrente. De esa forma, podía tener la atención directa del médico y de los cuidados de la mujer del jefe del estado mayor del regimiento, que vivía en un edificio contiguo.
Una semana estuve bajo el tratamiento del Dr. Maragoto. Me trató con dosis intensivas de cloroquina, amodiaquina y primetaquina. Hasta lo intentó con tetraciclina, pero nada. No cedía el cabrón plasmodio. No está indicada la utilización de la tetraciclina.
Al cabo de una semana, de casi no probar bocado, el médico decidió enviarme para Luanda en un avión IL-76 de los “amigos” soviéticos.
Cuando aterrizamos en Luanda, los soviéticos no se dignaron en bajar la rampa de la cabina de carga, por lo que todos teníamos que saltar casi dos metros desde la cabina de carga al suelo, con la mochila de campaña, el fusil AK y los correspondientes tres cargadores, más la pistola y unas granadas que llevaba encima.
Me sentía muy débil y le pedí a uno de los “sukin sin” (que es como suena en ruso “hijo de perra”) de los tripulantes que me buscara una escalerilla, pero como si con él no fuera. La cojonera, en ruso, que formé tampoco dio resultado. Tuve que saltar.
De ahí fui a parar al hospital militar de Luanda.
No recuerdo como. Un médico cubano me atendió. Me realizó el
análisis de la gota gruesa y efectivamente tenía no recuerdo que
cantidad de parásitos en sangre.
Lo que no le cuadraba al médico era que, después de una semana con malaria aun tuviera los parámetros de hemoglobina dentro de lo normal. Se sorprendió mucho cuando le referí que era piloto. Fue en ese momento que me dijo que debía remitirme para el hospital de la Misión Militar.
En el hospital militar me encontré con un piloto de combate, allí hospitalizado, el cual decía que a él no lo remitían para el hospital de la misión. En medio de mi deplorable estado, cuando llegué al hospital de la misión, se lo comuniqué a uno de los jefes de la aviación que por allí pasaron y me dijo algo así como que el piloto en cuestión era un cobarde y que no estaba enfermo, que estaba fingiendo. Días más tarde lo volví a ver en el pabellón de oficiales donde me recluyeron.
Aquello era una pocilga. No había agua en los baños. Había que cargarla en cubos, para defecar, para bañarse, para todo. El agua de beber se encontraba en unas cazuelas inmundas, donde todo el mundo metía sus respectivos jarros de aluminio.
El calor de Luanda siempre fue insoportable, sobre todo dentro de un mosquitero, aun con un ventilador ruso marca orbita. Entre el mareo de las pastillas, la debilidad y la pésima alimentación, me fui sintiendo mejor.
Solamente daban el alta cuando el resultado de tres análisis consecutivos darían como resultado la ausencia del plasmodio, pero yo no podía esperar. Sinceramente, tenía miedo de no salir de allí con vida. Aquello no era un centro, era un antro de salud.
Faltándome el último análisis positivo convencí a una doctora para que me diera el alta y regresé a Huambo. A esas alturas ya sabía que posiblemente Corredera fuese evacuado.
Otra vez en Huambo volví a recaer.
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