domingo, 11 de agosto de 2024

Capítulo 6 La Guerra Innecesaria El Ingeniero Soviético, El accidente del H-02, La Comisión Investigadora



El Ingeniero Principal de Fuerza Aérea, como acostumbrábamos a llamarle (lo mismo hacíamos con el Jefe de la Sección de Aviación de la DAAFAR, al cual llamábamos “Jefe de la Fuerza Aérea”) se mantuvo en Angola hasta la llegada del especialista de la fábrica. Pasaron varios meses y a mediados del mes de octubre, casi cuatro meses a partir del mes de junio de 1988, hizo su aparición el ingeniero soviético de la fábrica.

Como dato curioso puedo señalar, que de haber acontecido un accidente por una causa conocida desde el mes de enero, dudo mucho que se hubiese atribuido al desgaste de los álabes. Estoy convencido que las culpas las hubiera cargado el Jefe de la Nave, como “grave error en la técnica de pilotaje”.

Aun la Sección de Ingeniería no se había pronunciado. ¡Faltaba la evaluación del representante de la fábrica! Lo que a todas luces parecía un defecto constructivo, ponía en riesgo, no solamente a las tripulaciones, ponía en peligro las vidas de todos aquellos que utilizasen los helicópteros como medios de transporte.

De más está decir que Cortes, que me había sustituido al frente del RHI no tenía idea de lo que estaba pasando. Tuve que explicárselo paso a paso, pero lo fundamental es que tuve que explicarle fue que un helicóptero, se diferencia de una aeronave de ala fija es en que no planea puesto que la sustentación es creada en base a la potencia desarrollada por la planta energética.

No obstante, entre una cosa y otra, encontré tiempo suficiente para prepararlo (a Cortés) teóricamente para el vuelo en helicópteros MI-17 y llegamos a realizar vuelos estacionarios, por el tráfico y en la zona de pilotaje. Quería llegar, con Cortes, hasta el ejercicio de aterrizaje en plataforma limitada, pero no me alcanzó el tiempo. Debía alternar los controles a la técnica de pilotaje a los pilotos que se encontraban desperdigados por toda la RPA, con los vuelos ejecutivos con los Generales Arnaldo Ochoa Sánchez, Patricio de la Guardia y Leopoldo Cintras Frías (Polo).

Uno de los mejores pilotos de helicópteros, el Coronel Orlando Calvo Montes de Oca visitó el RHI, como integrante de una comisión, al frente de la cual se encontraba el General Enrique Carreras.

Calvo era considerado, por mí, como uno de mis mejores maestros. Fue por eso que le confié la situación de los álabes. Me dijo: “Mario, estos son los bueyes que tenemos. Con ellos tenemos que arar y hacer que la tierra nos dé comida”. ¡Coño, de repente me parecía estar hablando con un Confucio tropical!

“Si Calvo, yo recuerdo la etapa de los MI-4, los cuales volábamos sin sistema contra-incendios y otras barbaridades semejantes. Me acuerdo también de los relatos de Playa Girón y todos los inventos que se hicieron para que los aviones volaran y derrotaran al “enemigo invasor”. Pero es que esos tiempos ya debían haber pasado y continuamos en las mismas”.

Solo me respondió: “El pez muere por la boca”. A buen entendedor, sobraban las palabras.
El soviético, como ya había sucedido anteriormente, primero culpó a los pilotos, luego comenzó a “inventar” que la forma de medir el grosor de los álabes no era la correcta. Que si se estaban midiendo por la parte superior y era por la parte inferior o viceversa.

Al final eran los ingenieros cubanos los que tenían la razón y no le quedó otro remedio que ordenar reponer los 36 motores.

Pero la cosa no quedó ahí. El ingeniero soviético quería hacer unos vuelos de prueba con los motores defectuosos y para eso firmó un papel por el cual yo estaba autorizado a realizar unas pruebas que se salían de lo establecido en los manuales de técnica de pilotaje. Por la parte cubana firmó el Ingeniero principal de Fuerza Aérea.

Todo esto se salía de lo común, pero siempre y cuando no se extralimitase en sus requerimientos y, yo entendiera que la aeronave no llegaría a correr peligro, accedí de buen grado puesto que a mí también me gustaba experimentar aspectos que se salían del común denominador.

Fue así que comenzamos una serie de vuelos extraños. Vuelos estacionarios con un motor en mínima y el otro en máximas revoluciones, utilizando los mandos individuales de cada motor y sin accionar la corrección del mando colectivo comenzar a aplicar ángulo de ataque al rotor central hasta que el helicóptero se fuese al aire y mantuviese el vuelo estacionario. Luego revisaba los motores y medía el grosor de los álabes.

                                                   El accidente del H-02


                                           H-02 durante el ETC


El MI-8 H-02 se encontraba permanentemente en Lubango y había llegado a Huambo para un trabajo reglamentario.

Aquella tarde, a principios del año 1989, continuábamos con los vuelos de prueba del ingeniero soviético. Ya habían llegado los motores nuevos y el personal técnico trabajaba aceleradamente en poner de alta la técnica.
Ese día el soviético me pidió que, utilizando los mandos individuales de cada motor, estableciera régimen de despegue y dejara que el helicóptero se elevase hasta una altura superior a 200 metros sobre el nivel del terreno.
Si tenemos en cuenta que Huambo se encuentra a 1760 metros sobre el nivel medio del mar, estaríamos realizando un vuelo estacionario a casi 2000 metros de altitud. Esto no viene contemplado en ningún manual de técnica de pilotaje. Menos aun utilizando los mandos individuales de ambos motores.

Terminó el vuelo de pruebas. Estacionamos el helicóptero en su correspondiente área y ambos pilotos caminábamos hacia el campamento soterrado, que distaba aproximadamente a un kilómetro del lugar donde nos encontrábamos.

No tiene nada que ver, pero se impone decir que Batista, viejo piloto de helicópteros, y ex Jefe del RHI de Camagüey, por esos días había sustituido a Cortes al frente del RHI de Huambo. En esos momentos se encontraba en el proceso de familiarización y no me pudo enviar un transporte.

De manera que mientras caminábamos, observamos que, procedente del hangar de la UTE, carreteaba hacia la pista el MI-8, H-02, para un vuelo de prueba rutinario, luego de terminados los trabajos inspección reglamentarios.

Entró a la pista y comenzó el vuelo estacionario. Giros en el lugar hacia la derecha y la izquierda, desplazamientos laterales, toma de velocidad y disminución de velocidad. En un momento determinado se mantiene estacionario y comienza a ganar altura. Diez metros, veinte, cincuenta, cien, doscientos metros. Está cometiendo una violación flagrante del régimen de vuelo cuando, cambia el sonido de las palas del rotor central, mientras que el rugir de los motores se mantiene sin variación.

Le dije a mi copiloto: “Presta atención, vas a presenciar una emergencia que solo nos es conocida por los manuales y que se llama «anillo de torbellino»”.
No había terminado de decirlo cuando el helicóptero comenzó un descenso de más de diez metros por segundo. Pudimos apreciar por los cambios en el ángulo de las palas del rotor central, que el piloto accionaba desesperadamente el paso colectivo, en vano intento de recuperar el mando descontrolado del helicóptero.

La emergencia en cuestión puede ocurrir en la zona de pilotaje y solamente en el caso de que el piloto, durante el ejercicio correspondiente a la velocidad mínima (60 Km/hr) cometa un error de técnica de pilotaje, es parecido a un “stall” de baja velocidad.

Lo que sucede es que el plano del rotor central se va por debajo del colchón de aire sustentador y como se encuentra prácticamente en vuelo estacionario, se desploma por la vertical. Incluso puede sufrir un desplazamiento hacia atrás.

Esto, a 800 metros de altitud no representa un gran peligro, si se sabe proceder. Se debe aplicar el bastón de mando hacia el panel de instrumentos, de forma tal que el helicóptero pase a velocidad de traslación. En la maniobra se pueden perder entre 200 y 400 metros de altura.

Claro está, en esta ocasión el piloto no supo descifrar la emergencia que había provocado. Aun así, dudo mucho que nadie pudiera salir airoso a una altitud de 200 metros sobre el terreno y a más de mil sobre el nivel del mar, puesto que a esa altitud hay menos densidad en la masa de aire y el agarre de las palas del rotor sustentador es menos efectivo.

El H-02 demoró apenas diez segundos en precipitarse sobre los cuatro puntos del tren de aterrizaje, que aguantó perfectamente el impacto. No así la viga de cola, que se partió por la junta que la une al fuselaje. 

Le dije a mi copiloto: “Corre, que los fragmentos nos joden”. Y corrimos unos doscientos metros, siempre mirando hacia atrás y viendo como el rotor de cola impactaba contra la pista y el fuselaje se enroscaba hacia la izquierda. Una, dos y hasta tres vueltas sobre el flanco derecho del helicóptero.

Los motores, desbocados, hacían un ruido muy agudo. Paró de girar sobre sí mismo y fue entonces que corrimos hacia el desastre. Se nos adelantaron los técnicos del MI-8 que se encontraban más cerca. El ingeniero del escuadrón penetró en la cabina, cerró la válvula que permite el paso de combustible a los motores y cerró las llaves de paso. Gracias a su intervención no ardió en llamas. Solo heridas leves. 

                                                    La Comisión Investigadora

Al día siguiente llegó, procedente de Luanda, la comisión. Al frente de la misma el Coronel Alonso. No había mucho que investigar. Todo estaba claro, hasta que...

Sin ser piloto de helicópteros y sin saber lo que estaba ocurriendo en el aeródromo y los vuelos de prueba especiales, se le ocurrió mezclar el vuelo de pruebas especiales del MI-17 con el vuelo de pruebas rutinario del MI-8 y llegó a decir que “posiblemente” el piloto accidentado había intentado imitar el vuelo de pruebas que realizaba el MI-17 con anterioridad.

La comisión en pleno le dijo que no procedía incluir ese criterio en el informe, pues era solamente una suposición que, podía ser cierta o no, pero que si el piloto hubiese procedido a realizar el vuelo de pruebas de acuerdo a lo estipulado, el accidente no hubiera ocurrido.

Unos meses más tarde y estando a punto de regresar a Cuba, asistí a una conferencia sobre seguridad de los vuelos en Lubango.
Durante su ponencia, el Coronel Alonso volvió a insistir en relacionar los vuelos de prueba del MI-17 y el MI-8. Llegó a decir que los pilotos con más experiencia no debían dar motivos para que los menos experimentados intentaran «imitarlos» en lo mal hecho.

Esperé pacientemente a que terminara de hablar. Levanté la mano y sin poderme contener y en forma abrupta le espeté delante de todos los presentes, que él no sabía un “carajo” lo que estaba diciendo. Que él desconocía totalmente lo que había ocurrido y que lo menos que podía hacer era “callarse la boca y no hablar tanta mierda”, intentando confundir a los presentes y achacándome prácticamente las culpas de un accidente en el cual yo no había tenido participación.

Dije más. Dije que ese piloto que había cometido una indisciplina de vuelo, le había sido otorgada la categoría de primera clase luego de la alteración del reglamento de clasificación. Que de haberse mantenido el reglamento como había sido concebido en un inicio, ese piloto no hubiera tenido autorización para realizar vuelos de prueba.

Muchos aplaudieron. Otros me recriminaron por haber puesto en ridículo a Alonso. Otros me pidieron que me disculpara por la falta de respeto. 


El Coronel Alonso ocupaba, en esos momentos, el cargo de Jefe de la Sección de Aviación de la DAAFAR en la MMCA.

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