Hacia el otoño de 1896, se habían agudizado las contradicciones entre el gobierno de la
República en Armas y el General en Jefe del Ejército Mambí, Máximo Gómez. La
petulancia de Rafael M. Portuondo Tamayo, secretario interino de la Guerra, llevó el
conflicto hasta un punto de no retorno y Gómez convocó a Maceo para encontrarse en Las
Villas. Llevaba una determinación: renunciar
El 2 de noviembre, Maceo recibió la nota de Gómez. Dos cartas de Eusebio Hernández y
el coronel Juan Masó Parra, le permitieron comprender la gravedad de la situación. No
podía creerlo. Preocupado, acudió de inmediato al llamado del Generalísimo.
Esta disputa entre Gómez y el gobierno civil de la “República en Armas”, y algunas otras
desavenencias, intrigas y conatos de rebelión (que preocupaban sobremanera al general
Maceo) eran la causa directa de su regreso al oriente de la Isla.
A Gómez le resultaba, cada vez más difícil, mantener la disciplina en la parte oriental. El
Gobierno del presidente Cisneros Betancourt le discute las órdenes y busca el modo de
destituirlo y de suprimir el cargo de General en Jefe. Pero en el Consejo de Gobierno las
opiniones están divididas y aunque se mantiene el propósito de eliminar a Gómez con el
pretexto de haber abandonado a Maceo a su suerte en Pinar del Río, se quiere también la
destitución de Cisneros a fin de que Maceo asuma la presidencia de la República en Armas
y la jefatura del Ejército Libertador.
Un incidente ahonda la crisis. El miembro del Gobierno Rafael Portuondo firma pases
para que sus amigos visiten poblados en poder de los españoles. Gómez los recoge y anula
porque son permisos no autorizados por el presidente de la República y el secretario del
Interior. En represalia, el Consejo de Gobierno invita a Gómez a que renuncie si no se
somete a las disposiciones gubernamentales. La respuesta del «Viejo» es tajante: «Marcho
a depositar el mando como jefe del ejército en la autoridad del lugarteniente general,
segundo al mando, Mayor General Antonio Maceo, como está prevenido en la
Constitución».
Emprende enseguida el camino hacia occidente en busca de Maceo, a quien ya cursó aviso
de que se le reúna.
Para Maceo trasladarse a Las Villas, en repetidas ocasiones intentó atravesar la trocha
Mariel-Majana, de 32 km de largo. En uno de los intentos cayó desplomado del caballo;
poco tiempo después abrió los ojos. “Dijo que había sido un vahído, y se lo achacó a la
humedad de la noche y a que había dormitado unos minutos después de haber chupado una
caña.
Consiguió un bote para cruzar por la boca del Mariel con 20 compañeros, el 4 de
diciembre. Dejó atrás su escolta y 150 hombres que lo acompañaron hasta la trocha.
Lo que sigue es peor. En el sitio convenido, no encuentra Maceo a los que debían
esperarlo.
Es ya el amanecer del 6 de diciembre de 1896 y apenas le quedan 24 horas de vida.
Maceo ha caminado mucho y está agotado. Tiene fiebre. Le duelen todas las heridas y los
ordenanzas le friccionan las piernas para aliviarlo. Le contraría no encontrar los hombres y
los caballos que esperaba a su llegada. Tiene 51 anos cumplidos, pero su salud está muy
deteriorada.
El comandante Baldomero Acosta, aparece al fin con los caballos, y a Maceo se le renueva
el entusiasmo al conocer los detalles de un posible alzamiento en la capital que deberá
simultanearse con un ataque mambí.
Es con el fin del probable ataque a Marianao que, antes de cruzar la trocha, ordenara la
concentración de las tropas de la Segunda División del Quinto Cuerpo del Ejército
Libertador. En efecto, en San Pedro Arriba aguardan la llegada del Lugarteniente General
los regimientos Santiago de las Vegas, Goicuría, Calixto García y Tiradores de Maceo, con
sus jefes respectivos; unos 450 hombres en total al mando del coronel Sánchez Figueras,
jefe de la Brigada Sur. Ya con los caballos, Maceo marcha hacia San Pedro de inmediato.
Lo acompañan entre 45 y 60 hombres. Resulta inconcebible. Dejan rastros en el camino
que permitirán al enemigo detectarlos.
Hacia las ocho de la mañana del 7 de diciembre llega Maceo al campamento insurrecto. El
júbilo es indescriptible. Dispone que el general Miró salga lo más pronto posible para el
Cuartel General de Gómez y lleve con él a Panchito, su ayudante y ahijado, que está
herido y «como es muy belicoso cualquier día me le vuelven a dar otro balazo».
Alrededor del mediodía, el coronel Juan Delgado trajo noticias de una fuerza enemiga
estaba cerca del campamento Mambí. Maceo envió de inmediato una patrulla de búsqueda.
El coronel Francisco Cirujeda, un veterano valenciano de 44 años dirigió la fuerza
española. Al frente de la columna española venían los 90 jinetes cubano-espanoles
conocidos como la “Guerrilla Peral”, seguidos por una unidad de infantería española de
365 soldados y 24 cubano-espanoles de la Guerrilla Punta Brava que traían la retaguardia.
Entre las filas mambisas hay discordia. Todos quieren ser jefes. El Teniente Coronel Juan
Delgado, que no obedece ya a Sánchez Figueras ni al coronel Ricardo Sartorius, pide una
posición que le permita no supeditarse a nadie más que a Maceo. El Teniente Coronel
Alberto Rodríguez anuncia que, si así se hiciera, no reconocería a Juan Delgado, y en
cuanto a Baldomero Acosta, Maceo debe desautorizarlo porque ha designado por su
cuenta y riesgo y sin apego a la ley a los jefes del regimiento Goicuría. El General escucha a
todos con infinita paciencia. Está triste, muy triste. Hace un aparte con Juan Delgado y
luego de un largo silencio expresa que no tomará decisiones antes de entrevistarse con el
Mayor General José María Aguirre, jefe de la División de La Habana.
Son las 11 de la mañana y Maceo queda solo en su tienda. Se descalza. Coloca las armas
debajo de la hamaca y se tiende en espera del almuerzo. Luego vuelven los jefes a
reunírsele y Miró les lee el pasaje de su libro “Crónicas de la guerra” correspondiente a la
batalla de Coliseo.
A la una de la tarde, del 7 de diciembres de 1896, Maceo almorzó con sus ayudantes,
bebió la taza de café habitual y se retiró a su hamaca para tomar una siesta, sin darse
cuenta (presuntamente), de que la patrulla de vigilancia no había podido encontrar al
enemigo que se aproximaba.
Los cubanos esperaban gozar de tranquilidad en el campamento de San Pedro aquel 7 de
diciembre. La exploración mambisa había informado que la columna de Cirujeda había
salido desde Punta Brava en dirección a Cangrejeras, es decir, con rumbo opuesto a San
Pedro.
La información era correcta. Cirujeda, al frente de tres compañías del batallón de San
Quintín, la guerrilla montada de Peral y la guerrilla de Punta Brava —unos 480 hombres
en total— quería llegar a Mariel, límite de su zona de operaciones, pero en el camino que
conducía a la playa de Baracoa escuchó disparos en dirección a Bauta y ordenó cambiar el
rumbo y dirigirse hacia ese pueblo para prestar ayuda a su guarnición si era necesario.
Nada sucedía en Bauta. Allí, luego de hacer rancho, Cirujeda abandonó la idea inicial de
trasladarse a Mariel y quiso hacer un recorrido por el callejón de San Pedro a Punta Brava.
Lo hizo por una cuestión de tiempo, y no porque hubiera recibido en Bauta información
alguna sobre la presencia insurrecta en la zona.
Fue entonces que la guerrilla de Peral descubrió el rastro que dejaron los insurrectos que
iban con Maceo y lo siguió a fin de sorprender lo que se suponía un pequeño destacamento
cubano. Las huellas les llevaron hasta la avanzada del campamento de Maceo. La
arrollaron los de Peral y continuaron su avance hasta que los detuvo una cerca de piedra
que se vieron obligados a rebasar por un estrecho portillo.
Alrededor de las 3 p.m., los españoles sorprendieron al campamento de San Pedro. Su
vanguardia barrió a los centinelas y avanzó al centro del campamento rebelde. Unos 40
cubanos liderados por Alfredo Justiz, Baldomero Acosta y Juan Delgado, reaccionaron
rápidamente con un enérgico contraataque. Los españoles se retiraron detrás de las cercas
de piedra por el camino de Guatao. Después de la sorpresa inicial, los mambises se
reagruparon y pelearon a lo largo de la línea de fuego enemiga.
Intenta Maceo salir de la hamaca, pero no puede hacerlo sin que uno de sus asistentes lo
ayude a incorporarse. Se pone las botas, se ciñe las armas y ensilla su caballo; tarea esta
que no confiaba a nadie pues solo así se sentía seguro sobre los estribos. Ya montado,
ordena al teniente coronel Piedra Martell que busque un corneta para reagrupar a la tropa,
dispersada en la confusión de los momentos iniciales del ataque.
Con las balas volando por encima de su cabeza y enfurecido por el fallo de la seguridad,
Maceo tardó unos 10 minutos en ponerse el uniforme, asegurar sus armas y preparar su
caballo, luego cabalgó con 45 de sus veteranos más confiables para evaluar personalmente
la situación. El ataque español se había detenido y estaba bajo control, por lo que el “Titán
de Bronce” decidió proceder a un contra ataque.
A esa altura, Juan Delgado y Alberto Rodríguez, con 40 hombres, han hecho retroceder a
los de Peral en busca de la protección de la infantería, desplegada ya detrás de una cerca
de piedras del callejón del Guatao. No aparece el corneta y Maceo, con 45 hombres de su
Estado Mayor y de la escolta, parte rumbo al lugar donde Delgado y Rodríguez mantienen
estabilizado el combate. El enemigo, protegido por la cerca y con la caballería desplegada
a ambos flancos, no intentó una nueva ofensiva.
Ya en el lugar del combate y bajo el fuego cerrado de la infantería enemiga, ordena Maceo
al brigadier Pedro Díaz una maniobra de envolvimiento por el flanco izquierdo de la cerca
a fin de desalojar de allí al enemigo y darle una carga al machete en campo abierto.
El ataque fracasa y, aunque Díaz vuelve a intentarlo, se crea una situación insostenible
para los cubanos que, por la inferioridad de su armamento y escasez de tiros, no pueden
prolongar el combate de posiciones.
Dos opciones se abren ante el Lugarteniente General del Ejército Libertador:
Ordenar la retirada o intentar, de nuevo o, desalojar al enemigo de la cerca.
Escoge esta variante, decidido a llevar el combate hasta el final, e inicia un avance
paralelo a la línea española para continuar el ataque.
Una cerca de alambres oculta por la hierba altísima, le cierra el paso.
Ordena que corten los alambres y encarga a Pedro Díaz que flanquee, ahora por la
derecha. Con la misma mano que sostiene la brida, toca el hombro de Miró y le dice:
«¡Esto va bien!».
En ese momento, una ráfaga de rifles que venía del muro de piedra lo golpeó en la cara y
el cuello. Permaneció en su caballo durante unos segundos, perdió el control de su
machete y cayó.
Maceo es alcanzado por un proyectil que le penetra por el lado derecho de la cara, cerca
del mentón, y sale, con ruptura de la arteria carótida, por el lado izquierdo del cuello.
«¡Corran, que el General se cae», grita Miró.
Los oficiales, con dificultad —Maceo pesa más de 200 libras— lo suben al caballo y cae
nuevamente al suelo cuando otra bala hace blanco en el tórax y mata a la bestia en su
recorrido de salida.
Maceo está muerto y a su lado yacen 12 hombres heridos. Miró y el coronel médico
Zertucha se desploman moralmente y salen aterrados de la escena. Se retira también el
brigadier Pedro Díaz y el cuerpo sin vida del Mayor General Antonio Maceo, segundo jefe
del Ejército Libertador, queda solo en aquellos matorrales a merced del enemigo.
Caía la tarde, cuando en medio del clima de abatimiento y confusión reinante, el Teniente
Coronel Juan Delgado —joven de Bejucal que se unió al contingente invasor a las órdenes
de Gómez y ascendió hasta mandar el regimiento de Caballería de Santiago de las Vegas—
le preguntó qué hacer al Coronel Ricardo Sartorio Leal, jefe de la brigada Oeste de La
Habana:
“Delgado, los generales se han marchado, nuestra responsabilidad ha cesado” —fue la
respuesta que recibió.
Indignado y resuelto, el habanero arengó a los presentes: “Es una vergüenza para las
fuerzas cubanas que los españoles se lleven el cadáver del General Maceo, sin hacer nada
por rescatarlo. Prefiero la muerte antes de que el General Máximo Gómez sepa que
estando yo aquí, los españoles se han llevado el cadáver del General. El que sea cubano y
tenga valor, que me siga”.
Al enterarse de lo sucedido, Panchito Gómez Toro, que por estar herido quedó en el
campamento, sale, con un brazo en cabestrillo y prácticamente desarmado, en busca del
cadáver de su jefe. Resulta blanco fácil de las armas españolas. Herido, debilitado por la
sangre que pierde, trata de suicidarse para que no lo cojan vivo, pero antes quiere escribir
una nota a sus padres y hermanos para explicarles la decisión. No puede concluir el
mensaje. Uno de los guerrilleros de Peral lo remata con machetazo en la cabeza.
El comandante Cirujeda no sospechó siquiera que Maceo había muerto en San Pedro, pues
la propaganda española lo daba como cercado en Pinar del Río.
Un grupo de valientes, encabezados por Juan Delgado, pudo recobrar los cuerpos del
Lugarteniente General y de su ayudante. Tampoco están claras las circunstancias en que lo
consiguieron. Unos dicen que, como ya el enemigo se había retirado, no fue necesario
combatir. Otros, en cambio, afirman que, aunque Cirujeda se retiraba, los guerrilleros
cubano-espanoles seguían en el terreno y hubo combate y que Juan Delgado ordenó
incluso una carga al machete que no se dio a la postre porque huyeron al percatarse de lo
que les venía encima.
La muerte de Antonio Maceo, sin haber podido realizar el ataque y la toma de Marianao, o
de la propia capital por su barriada del Cerro o Jesús del Monte, tenía como objetivo,
provocar un gran escándalo que trajera el descrédito del jefe de las fuerzas españolas,
Valeriano Weyler. Al parecer, esta era la repercusión tanto esperaba Tomás Estrada Palma
para un cambio de la política de los Estados Unidos en nuestra lucha contra España.
Fue el golpe más grande que recibió la gesta independentista cubana, debido al desaliento
que sembró en algunos altos jefes cubanos y el aliento que dio al recrudecimiento de la
ofensiva española. No solo en cuanto a la acción militar, sino también al aniquilamiento de
la población civil cubana. Especialmente de la campesina, a la que se mató de hambre en
los campos de concentración, donde se les acorraló.
Las fuerzas mambisas quedaron sin información y sin auxilios de ninguna clase.
En el ánimo de Maceo no debió pesar ninguna otra consideración, más que el éxito de la
acción que se confiaba a su acendrado patriotismo y a su reconocida pericia militar, sin
dejarse dominar por ninguna otra cuestión de carácter personal.
Al llegar, en su temerario avance, hasta donde Juan Delgado tenía inmovilizado al
enemigo, debió ordenar una retirada escalonada en atención a no descubrir su presencia o
bien para llevar al enemigo hacia los Mameyes de Claudio y batirlo allí, en campo
escogido y apropiado, sin las ventajas de los parapetos de La Matilde.
Pero no sucedió así. Sánchez Figueras, se encontraba inconforme con mandar la brigada
sur. Aspiraba tener el mando de la Segunda División de la Habana. Esto se basaba en
presuntas indisciplinas de las fuerzas de La Habana y en la falta de capacidad y de coraje
del General Aguirre, que labraron en el ánimo de Maceo, un estado tal, que lo llevaron a
escribirle a dicho General “que parqueara bien su gente y viniera a pelear mucho aquí
donde todo andaba mal”, y a decirle al General Nodarse, su jefe de estado mayor interino,
“que iba a enseñar a dar machete a la gentecita de la Habana”. Palabras y afirmaciones
que, por querer hacerlas buenas con el ejemplo, no le dejaron actuar serena y
juiciosamente, y lo llevaron a cometer errores, como el deshacerse de Baldomero Acosta y
de Andrés Hernández, los dos hombres que mejor conocían aquellos lugares, y los que, de
haber seguido a su lado, hubieran evitado que el caudillo avanzara por un lugar lleno de
cercas y de obstáculos.
Sobre el corneta que el General Miró, da a entender, que debía estar al lado de Maceo y
que dijo era francés y no sabía los toques de la milicia cubana, como una censura a Juan
Delgado, se llamaba Evaristo Castro y era criollísimo, de Quivicán. A Delgado no se le
pidió en ningún momento que pusiera un corneta a las órdenes de Maceo. Ese auxiliar, tan
indispensable para una fuerza grande acampada, para repeler rápidamente cualquier ataque
sorpresivo, hubiera hecho innecesaria la actuación personal del Lugarteniente.
Notas:
1.- La investigadora cubana Lídice Duany Destrade ha contabilizado, en un artículo publicado recientemente, 47
versiones diferentes alrededor de estos eventos, y es posible que existan, o existieran en su momento, algunas más.
2.- Ninguno de los Generales que acompañaban a Antonio Maceo en su expedición hacia el oriente de la Isla o los de las
divisiones habaneras que debían protegerle, participaron activamente en esa recuperación.
3.- Tiene que haber sido muy obvio para los presentes, el culposo y desmoralizador sentimiento que casi todos,
comenzando por los Generales, que abandonaron al LugarTeniente General.
Un sentimiento que expresó el propio Zertucha al Generalísimo Máximo Gómez en el lugar de los hechos, ya después de
la guerra (1899) al espetarle, sumamente nervioso y alterado, según los muchos testigos presenciales (narrado por
Urbano Gómez Toro, hijo del Generalísimo): “…¡el abandono de los cuerpos del general Maceo y de su hijo fue un acto
de cobardía, de pánico, que nos acometió, y yo pensé que muerto el General, sería víctima de mis envidiosos
compañeros…!”. Entonces, el Generalísimo, un hombre de genio recto y pocas palabras, detuvo a Zertucha con un
gesto de la mano derecha y dijo: “Está bien, no se hable más del asunto”.
Bibliografía:
Pedro Roig, Esq. es Director Ejecutivo del Instituto de Estudios Cubanos. Tiene una maestría en historia de la
Universidad de Miami y un doctorado en derecho de la Universidad de St. Thomas. Ha escrito varios libros, entre ellos
La muerte de un sueño: Una historia de Cubay Martí: La lucha de Cuba por la libertad. Es veterano de la Brigada 2506.
Diccionario enciclopédico de historia militar, tomo II; y textos de Raúl Aparicio, Minerva Isa y Eunice Lluberes
Artículo aparecido en Carteles No. 49, del 9 diciembre de 1951.
Hombradía de Antonio Maceo, de Raúl Aparicio, y Diccionario Enciclopédico de Historia militar de Cuba; tomo II