Con grados de Capitán cursando estudios en la Academia de la Fuerza Aérea de la Unión Soviética, Yuri Gagarin |
Estación de la "elektrichka" |
Nos tocó la suerte de estudiar en una academia militar ubicada en las afueras de la ciudad de Moscú, en un poblado llamado Mónino, cuyo nombre no le dice nada a quien lo escuche por primera vez. Indispensable resultaba, explicar que en ese poblado se encontraba la Academia “Yuri A. Gagarin”, condecorada con la Bandera Roja y la Orden de Kutusov.
A continuación debía explicarse que no era la famosa Ciudad Estelar (también lleva el nombre del primer cosmonauta del mundo), donde se preparaban los cosmonautas poli-héroes de la URSS, sino el “cementerio de los elefantes”, denominación que le daban las decenas de miles de sus moradores, aludiendo a la predilección que sentían las grandes figuras de la aviación soviética de pasar los últimos días de su existencia en las “dashas” de descanso de éste lugar. Monino quedaba a 45 minutos de Moscú (en tren eléctrico) y a dos paradas de la ciudad de los cosmonautas. Las “dashas” eran una especie de residencias de ventanas minúsculas (al igual que todas las casitas de campo rusas), llenas de las comodidades llamadas “occidentales”.
Pero el cubano, amigo de saber más de lo que debe (recordar al Meñique de Martí), salió a “bretear” a otros poblados (tan cerrados como éste, pero con menor cantidad de habitantes del sexo masculino), trayendo como consecuencia que la academia estableciera como “cerradas” las rutas de ómnibus provenientes de Moscú y los taxis “cerrados”, en su afán de que los estudiantes, extranjeros, utilizaran solamente la “elektrichka” (tren eléctrico de cercanías) en su ir y venir a la gran ciudad.
La incomprensión fue grande para los estudiantes del “Pacto de Varsovia” (sus respectivos países pagaban los estudios). De manera que la orden del mando soviético quedó restringida (en su cumplimiento) para los tercermundistas, Mongolia, Viet Nam y Cuba; los que eran favorecidos por la gratuidad de los estudios y otras cuestiones que se salen del marco de éste relato.
El poblado también se encontraba cercado, pero con madera. Por cierto, tenía cuatro entradas oficiales, pero solo la principal era utilizable por los oficiales subdesarrollados. Solo aquella, la que conducía al aeródromo de Monino, quedaba vedada a los estudiantes del Pacto de Varsovia.
En su interior, el poblado no tenía nada de particular, a no ser los casi inexistentes establecimientos públicos, para tamaña acumulación de personas. Dos comercios de productos alimentarios, una tienda de ropas, una ferretería, una culinaria y otros en los que se ofertaban bebidas, licores y frutas. Estaba el club de oficiales, al que solo tenían derecho los militares y sus familias. El club tenía biblioteca, salón de baile, cine-teatro, billar (ruso) y alguna que otra facilidad que no recuerdo. Cualquier otra necesidad debíamos atenderla fuera del poblado.
La comunidad cubana se encontraba dividida en dos bandos: Los que vivían y los que sobrevivían. Los primeros eran aquellos que después de un año de estudios preparatorios, lograban llevar a su familia a vivir a Mónino. Nuestro grupo no fue de los primeros en llegar a la academia y aunque debíamos haber clasificado en el sentido de los apartamentos, solo lo lograron dos de los integrantes, con lo que nos vimos en la obligación de pernoctar un año más en la “obchechitie”, que era algo así como una hostería con celadores, por no decir, una prisión abierta, con guardianes femeninos pasadas de edad.
Al cuarto grupo se le aclaró bien, que dentro del contrato firmado con nuestro Agregado Militar, no se encontraba incluida la obligación, por la parte soviética, de garantizar el alojamiento de las familias cubanas al cabo del año. Todo quedaba a expensas de la buena voluntad de la dirección de la academia, del jefe de la facultad de extranjeros y del jefe del Curso, que por cierto, en nuestra facultad era donde único existían dos Jefes de Curso, uno para los miembros del Pacto de Varsovia y otro para los tercermundistas, aunque en volumen no llegáramos a la tercera parte del total de alumnos.
Los “apartamentistas” vivían como personas. Los que sobrevivíamos en la hostería, teníamos que levantarnos a la hora exacta a fin de no perder el desayuno, si no se había sido lo suficientemente precavido, como para comprar algo, porque la “stalobaya” (especie de comedor obrero, de precios modestos) cerraba los domingos después de las 8:00 hrs. Hasta la hora de almuerzo el estómago sentiría las consecuencias. En el poblado de Mónino no había donde merendar entre una comida y la otra.
Si no llegábamos a la hora establecida, la hostelera nos recibía con las puertas cerradas, escándalo incluido y reporte al Jefe de Curso. No se podían recibir visitas que no fueran de nuestra nacionalidad. Las visitas de soviéticos se encontraban totalmente prohibidas y las visitas femeninas, ni soñarlo. No obstante, alguna que otra rusa escaló la soga hasta el segundo piso en pos de la “mandanga caribeña”, o quizá huyéndole al “ruso frío”.
De ésta forma se llegó a un acuerdo en el seno de nuestra organización de base (Núcleo del Partido Comunista de Cuba). Los “apartamentistas comunistas” debían acoger, una vez por semana, a uno de los sobrevivientes de la “obchechitie”, e invitarlo a almorzar o cenar. Se dieron casos de protestas, del bando femenino de los “apartamentistas comunistas”, en relación con el presupuesto familiar y la “pacotilla”, planificada para el día del regreso a la Patria. Los sobrevivientes también abusaban y talmente parecía que habían pasado las tambochas por la mesa. Uno de estos, un 31 de diciembre, llegó a ingerir 17 bistecs en casa de un compañero llamado Carmenate.
Para los que hacían vida de hostería, el estipendio no alcanzaba. A los sobrevivientes también se les conocía con el nombre de “los solteros”, aunque en Cuba estuvieran debidamente casados.
La primera vez que escuchamos hablar de los tambores fue un lunes, a primera hora, durante la formación matutina. Se acostumbraba una formación en la mañana de cada lunes, donde, además de una serie de boberías que planteaba el General Jefe de la Facultad, el político de la ibídem y los dos Jefes de Curso (Dimídov siempre se imponía a Danilov), se podía apreciar el éxito alcanzado por la dirección de vestuario de nuestras Fuerzas Armadas Revolucionarias, que nos habían convertido en él Ejercito más des-uniformado del mundo.
El día de los tambores, nos dimos cuenta de que algo raro estaba sucediendo. El General Platonov, Jefe de la 4ta. Facultad, de Extranjeros, hablaba y gesticulaba, de forma acalorada, con el político. Algo grande se estaba cocinando y ninguno de nosotros tenía la menor idea de lo que se trataba.
Todos formados y en posición de firmes recibimos la furia del verbo del General Soviético, Héroe de la Segunda Guerra Mundial, mientras decía: “Es intolerable que los oficiales cubanos se dediquen a tocar tambores en horas de la madrugada. Aparte de ser una costumbre inculta, ocasiona molestias a sus vecinos”. Esto fue lo principal, lo secundario es mejor que no lo registre en blanco y negro, pues la actitud de una persona no debe crear estados de opinión.
El General no mencionaba nombres, pero sí aludía a nuestra nacionalidad. Todos nos mirábamos consternados y nadie entendía aquello de los tambores. Los que menos ruso entendían, le pedían al compañero de filas que le confirmaran lo que creían estar escuchando y por supuesto hubo “algo” de desorganización en la formación, lo que enfureció más al jefe soviético.
Terminada la formación el mando cubano exigió una explicación pormenorizada de los hechos ocurridos en la noche de domingo para lunes y los nombres de los participantes en el toque de tambor. A tantos años de ocurrido el suceso, no dejo de reír al recordarlo. El toque de tambor era en el apartamento de Corredera. Era increíble. Nadie conocía ésta faceta del matrimonio, ni que podía haber inducido a semejante acontecimiento. Una fecha religiosa…? ¡Nada de eso!
La explicación era bien sencilla. Con tantas cosas que habían inventado, los soviéticos, no habían descubierto, el ablandar la carne antes de cocinarla en forma de bistec. Algunos “sobrevivientes del obchechitie” habían llegado al apartamento de Corredera, procedentes de Moscú en la “elektrichka” , muertos de frío.
Rosi, la mujer de Corredera, al conocer que tenían hambre, decidió descongelar unos bistecs. Con el ánimo de acelerar el proceso de descongelación, le aplicó la variante antes mencionada y debido al sistema constructivo de las edificaciones rusas, y la hora del día, provocó la incomodidad de los vecinos y la consiguiente queja.
A continuación debía explicarse que no era la famosa Ciudad Estelar (también lleva el nombre del primer cosmonauta del mundo), donde se preparaban los cosmonautas poli-héroes de la URSS, sino el “cementerio de los elefantes”, denominación que le daban las decenas de miles de sus moradores, aludiendo a la predilección que sentían las grandes figuras de la aviación soviética de pasar los últimos días de su existencia en las “dashas” de descanso de éste lugar. Monino quedaba a 45 minutos de Moscú (en tren eléctrico) y a dos paradas de la ciudad de los cosmonautas. Las “dashas” eran una especie de residencias de ventanas minúsculas (al igual que todas las casitas de campo rusas), llenas de las comodidades llamadas “occidentales”.
Entrada desde la "elektrichka" solo para tercermundistas
Monino se encontraba dentro de la categoría de “ciudad cerrada”. ¿Qué se entendía por “ciudad cerrada”? Pregunta sumamente difícil de responder. Nunca logramos que nos dieran una explicación convincente, ni quien otorgaba dicho título. Solo llegamos a discernir que una “ciudad cerrada” era aquella a la cuál solo se podía entrar si se contaba con la debida autorización.
Pero el cubano, amigo de saber más de lo que debe (recordar al Meñique de Martí), salió a “bretear” a otros poblados (tan cerrados como éste, pero con menor cantidad de habitantes del sexo masculino), trayendo como consecuencia que la academia estableciera como “cerradas” las rutas de ómnibus provenientes de Moscú y los taxis “cerrados”, en su afán de que los estudiantes, extranjeros, utilizaran solamente la “elektrichka” (tren eléctrico de cercanías) en su ir y venir a la gran ciudad.
La incomprensión fue grande para los estudiantes del “Pacto de Varsovia” (sus respectivos países pagaban los estudios). De manera que la orden del mando soviético quedó restringida (en su cumplimiento) para los tercermundistas, Mongolia, Viet Nam y Cuba; los que eran favorecidos por la gratuidad de los estudios y otras cuestiones que se salen del marco de éste relato.
Acceso desde el área poblada hacia el interior de la Academia
La Academia se encontraba encerrada en el interior del poblado por una verja de más de dos metros de altura. Se accedía a la misma mediante cuatro entradas para peatones (dentro de su perímetro no se autorizaba la circulación de vehículos a excepción del director, jefe de la academia, u otro transporte debidamente autorizado).
El poblado también se encontraba cercado, pero con madera. Por cierto, tenía cuatro entradas oficiales, pero solo la principal era utilizable por los oficiales subdesarrollados. Solo aquella, la que conducía al aeródromo de Monino, quedaba vedada a los estudiantes del Pacto de Varsovia.
En su interior, el poblado no tenía nada de particular, a no ser los casi inexistentes establecimientos públicos, para tamaña acumulación de personas. Dos comercios de productos alimentarios, una tienda de ropas, una ferretería, una culinaria y otros en los que se ofertaban bebidas, licores y frutas. Estaba el club de oficiales, al que solo tenían derecho los militares y sus familias. El club tenía biblioteca, salón de baile, cine-teatro, billar (ruso) y alguna que otra facilidad que no recuerdo. Cualquier otra necesidad debíamos atenderla fuera del poblado.
Club de Oficiales
La carne, era bastante difícil de adquirir y por eso las cubanas tenían que pugilatearla en Moscú. El término utilizado no es una exageración, ni sentido figurado. En no pocas ocasiones tuvieron enfrentamientos físicos.
La comunidad cubana se encontraba dividida en dos bandos: Los que vivían y los que sobrevivían. Los primeros eran aquellos que después de un año de estudios preparatorios, lograban llevar a su familia a vivir a Mónino. Nuestro grupo no fue de los primeros en llegar a la academia y aunque debíamos haber clasificado en el sentido de los apartamentos, solo lo lograron dos de los integrantes, con lo que nos vimos en la obligación de pernoctar un año más en la “obchechitie”, que era algo así como una hostería con celadores, por no decir, una prisión abierta, con guardianes femeninos pasadas de edad.
Al cuarto grupo se le aclaró bien, que dentro del contrato firmado con nuestro Agregado Militar, no se encontraba incluida la obligación, por la parte soviética, de garantizar el alojamiento de las familias cubanas al cabo del año. Todo quedaba a expensas de la buena voluntad de la dirección de la academia, del jefe de la facultad de extranjeros y del jefe del Curso, que por cierto, en nuestra facultad era donde único existían dos Jefes de Curso, uno para los miembros del Pacto de Varsovia y otro para los tercermundistas, aunque en volumen no llegáramos a la tercera parte del total de alumnos.
Los “apartamentistas” vivían como personas. Los que sobrevivíamos en la hostería, teníamos que levantarnos a la hora exacta a fin de no perder el desayuno, si no se había sido lo suficientemente precavido, como para comprar algo, porque la “stalobaya” (especie de comedor obrero, de precios modestos) cerraba los domingos después de las 8:00 hrs. Hasta la hora de almuerzo el estómago sentiría las consecuencias. En el poblado de Mónino no había donde merendar entre una comida y la otra.
Si no llegábamos a la hora establecida, la hostelera nos recibía con las puertas cerradas, escándalo incluido y reporte al Jefe de Curso. No se podían recibir visitas que no fueran de nuestra nacionalidad. Las visitas de soviéticos se encontraban totalmente prohibidas y las visitas femeninas, ni soñarlo. No obstante, alguna que otra rusa escaló la soga hasta el segundo piso en pos de la “mandanga caribeña”, o quizá huyéndole al “ruso frío”.
De ésta forma se llegó a un acuerdo en el seno de nuestra organización de base (Núcleo del Partido Comunista de Cuba). Los “apartamentistas comunistas” debían acoger, una vez por semana, a uno de los sobrevivientes de la “obchechitie”, e invitarlo a almorzar o cenar. Se dieron casos de protestas, del bando femenino de los “apartamentistas comunistas”, en relación con el presupuesto familiar y la “pacotilla”, planificada para el día del regreso a la Patria. Los sobrevivientes también abusaban y talmente parecía que habían pasado las tambochas por la mesa. Uno de estos, un 31 de diciembre, llegó a ingerir 17 bistecs en casa de un compañero llamado Carmenate.
Para los que hacían vida de hostería, el estipendio no alcanzaba. A los sobrevivientes también se les conocía con el nombre de “los solteros”, aunque en Cuba estuvieran debidamente casados.
La primera vez que escuchamos hablar de los tambores fue un lunes, a primera hora, durante la formación matutina. Se acostumbraba una formación en la mañana de cada lunes, donde, además de una serie de boberías que planteaba el General Jefe de la Facultad, el político de la ibídem y los dos Jefes de Curso (Dimídov siempre se imponía a Danilov), se podía apreciar el éxito alcanzado por la dirección de vestuario de nuestras Fuerzas Armadas Revolucionarias, que nos habían convertido en él Ejercito más des-uniformado del mundo.
El día de los tambores, nos dimos cuenta de que algo raro estaba sucediendo. El General Platonov, Jefe de la 4ta. Facultad, de Extranjeros, hablaba y gesticulaba, de forma acalorada, con el político. Algo grande se estaba cocinando y ninguno de nosotros tenía la menor idea de lo que se trataba.
Todos formados y en posición de firmes recibimos la furia del verbo del General Soviético, Héroe de la Segunda Guerra Mundial, mientras decía: “Es intolerable que los oficiales cubanos se dediquen a tocar tambores en horas de la madrugada. Aparte de ser una costumbre inculta, ocasiona molestias a sus vecinos”. Esto fue lo principal, lo secundario es mejor que no lo registre en blanco y negro, pues la actitud de una persona no debe crear estados de opinión.
El General no mencionaba nombres, pero sí aludía a nuestra nacionalidad. Todos nos mirábamos consternados y nadie entendía aquello de los tambores. Los que menos ruso entendían, le pedían al compañero de filas que le confirmaran lo que creían estar escuchando y por supuesto hubo “algo” de desorganización en la formación, lo que enfureció más al jefe soviético.
Terminada la formación el mando cubano exigió una explicación pormenorizada de los hechos ocurridos en la noche de domingo para lunes y los nombres de los participantes en el toque de tambor. A tantos años de ocurrido el suceso, no dejo de reír al recordarlo. El toque de tambor era en el apartamento de Corredera. Era increíble. Nadie conocía ésta faceta del matrimonio, ni que podía haber inducido a semejante acontecimiento. Una fecha religiosa…? ¡Nada de eso!
La explicación era bien sencilla. Con tantas cosas que habían inventado, los soviéticos, no habían descubierto, el ablandar la carne antes de cocinarla en forma de bistec. Algunos “sobrevivientes del obchechitie” habían llegado al apartamento de Corredera, procedentes de Moscú en la “elektrichka” , muertos de frío.
Rosi, la mujer de Corredera, al conocer que tenían hambre, decidió descongelar unos bistecs. Con el ánimo de acelerar el proceso de descongelación, le aplicó la variante antes mencionada y debido al sistema constructivo de las edificaciones rusas, y la hora del día, provocó la incomodidad de los vecinos y la consiguiente queja.
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