martes, 17 de enero de 2017

Las generaciones perdidas y frustradas

Las generaciones perdidas y frustradas


Los niños de mi generación adoptamos el noble sueño de la esperanza puesta en unos barbudos redentores que veíamos de cerca, saludábamos, tocábamos y recibíamos aquellos sacudones de cabeza tan comunes,  de los adultos hacia los pequeños.

Nuestros padres comentaban acerca de aquel gigantón que, nos vendía el sueño luego del fallido asalto a Cuartel Moncada, en panfletos titulados “La Historia me Absolverá” (escrito en prisión) y que luego fuese indultado y más adelante refugiado en México, para regresar a Cuba (con 81 aprendices de guerrilleros) para comenzar la revolución antes de que finalizara el año.

Poco a poco vimos partir a nuestros amigos de la infancia, mientras que escuchábamos hablar de “reforma agraria”, “alfabetización”, “reforma urbana”, “nacionalización de empresas yanquis y también cubanas. Todavía no habían llegado la libreta de abastecimientos, ni los apagones de los años 70. Eso sí, discursos kilométricos que no me dejaban ver la televisión, por ninguno de los seis canales (o por lo menos el 2, el 4 y el 6). Todos en cadena.

Parecía inteligente y puede que lo fuera. Al principio querido y admirado, luego no tanto. Más tarde inspiraba miedo y por último: PENA, para tan solo unos cuantos, no muchos.

Ya peinaba canas cuando escuché a un jubilado del MININT “quererlo como a un padre”. Mi cerebro llegó a pensar que hasta el pobre Carlos Manuel se quedaría sin su título.

Fue en la Zafra del 70 cuando me convencí que no era capaz de lograrlo todo y su talón de Aquiles era la economía. No obstante, siempre me asaltó la duda de que lo hiciera a propósito, cuando uno tras otro plan resultó en fracaso. Creo que el asunto se trataba de cuando encontraba un escollo, levantaba el pie y nunca más recordaba su fracaso.

Recuerdo la voz enfadada de mi abuelo y sus gestos sacudiéndose la ropa y mi mamá diciéndole que ahora sí que íbamos a ser un país industrializado, a la vez que le preguntaba el por qué de sus aspavientos.


Le contestó más tranquilo: “Me sacudo, mijita, el hollín de esas industrias que ustedes sueñan”.
Poco le duró el brillo de los ojos revolucionarios a mi madre. A finales de los 70 ya sabía que les habían estafado, pero era tarde para volver a empezar. Para colmo, sus hijos, nos habíamos educado y ya formábamos parte de aquel sistema totalitario.

Recuerdo que mi abuela decía que Fidel tenía la misma forma de mirar que mi primo Miguelito. Personaje esquizofrénico que se escapaba de Mazorra, por la vía del tren, a la menor oportunidad.

La voz de Fidel no era nada especial. En los primeros años parecía que se ahogaba. Al final de sus días (y luego de leer “El Padrino”, de Mario Puzo) adoptó un ronquido apenas perceptible, a no ser que gritara.

Todavía (en los 70) lograba hipnotizar a una parte de la población.

Poco a poco, los 12 Comandantes del “Álbum de la Revolución” fueron despareciendo (desaparecidos o muriendo, a veces en combate). Quedó solo él y su hermano segundón. El resto (incluyendo a los viejos pericos y lo que quedó del Directorio) eran solo canchanchanes subordinados.

Aparentaba seguridad disfrutando de éxitos de una pléyade de deportistas profesionales, disfrazados de amateurs y de campañas económicas en las cuales las personas hacían que trabajaban, mientras las cadenas de periódico, radio y televisión alababan los “grandes éxitos”, sobre todo en los países extranjeros y nos mostraban cuanto amor le profesaban aquellos pueblos de izquierdistas de bolsillos llenos

Muchos se llenaban de orgullo. Otros muchos dudaban y los más listos se iban por Camarioca, Mariel y muchos balseros en 1994. Cientos de miles de cubanos emigraban legal o ilegalmente. Mientras tanto la farola del Morro permanecía encendida.

Todos los atletas le dedicaban sus éxitos. Él era capaz de hablar de cualquier tema, de pelota, de boxeo y la deuda externa era impagable e incobrable. En realidad, se había convertido en un trasunto caribeño, en una expiración permanente, aparentando ser mejor cada día, siendo todo lo contrario.

Lejos de Cuba supe de sus problemas de salud y me alegré. La pesadilla estaba llegando al final. No era el mismo del Moncada, ni el de la Sierra, mucho menos el de Girón. En fin, era un ancianito frágil, encorvado, de mirada perdida y gestos de risa.

Es por eso que, cuando recibí la llamada, no sentí nada. Ninguna pena. Solo me decía a mi mismo: “¡Coño, al fin!”

¡Que manera de demorarse en morir!

Toda la parafernalia que montaron en sus funerales me daba vergüenza ajena. Hasta que lo zumbaron dentro del seboruco. Se esmeraron. No podían haber encontrado mejor lugar.

Lo pusieron en lo oscuro

Empedraron al traidor

Era malo y como malo

Nunca más verá el Sol

















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