Rafael Rojas
Se ha escrito mucho sobre Fidel Castro en las últimas semanas, pero la dificultad para discernir su legado dentro de la izquierda latinoamericana del siglo XX sigue siendo tan grande como cuando ejercía su enorme poder desde La Habana. La misma dificultad a la que se enfrentó C. Wright Mills, el influyente sociólogo de la Universidad de Columbia, en 1961, mientras compilaba los textos de su antología Los marxistas (1962), rescatada por la editorial Era en 1964. Mills era amigo de la Revolución cubana, a la que había defendido en su libro Escucha, yanqui (1961), pero dudaba en torno a la pregunta de cuál era el aporte de Fidel Castro a la izquierda socialista. Al final de su antología, dedicaba un apartado al “marxismo fuera del bloque”, donde incluía un discurso del yugoslavo Edward Kardel y mencionaba la Revolución cubana como una de las promesas de la nueva izquierda posestalinista.
Sin embargo, a la hora de escoger un texto emblemático de esa izquierda en la isla, el sociólogo no se decidió por alguno de los muchos discursos de Fidel Castro sino por las “Notas para el estudio de la ideología de la Revolución cubana” de Ernesto Guevara. Era en el Che donde, a juicio de C. Wright Mills y también de Jean-Paul Sartre, había que encontrar lo más parecido a una teoría de la revolución latinoamericana, en diálogo y, a la vez, en tensión, con las tradiciones occidentales y soviéticas del marxismo- leninismo. Castro personificaba la radicalización comunista de un nacionalismo revolucionario o populista, propio de la zona centroamericana y caribeña, sometida a la hegemonía de Estados Unidos desde fines del siglo XIX, pero su discurso, hasta 1962, no se diferenciaba demasiado del de otros líderes de la izquierda previa, como Jacobo Árbenz, Lázaro Cárdenas o su mentor en el Partido Ortodoxo, Eduardo Chibás.
Wright Mills y Sartre serían dos de los fundadores de una mirada a la Revolución cubana, desde la izquierda occidental, que nunca tomó muy en serio la identidad comunista del proyecto político de Fidel Castro. Lo decisivo en las ideas de Castro, según aquella hipótesis, era el alcance de una soberanía plena de la nación, que se imaginaba como la expulsión tajante de los intereses estadounidenses de la isla. Pero durante los 47 años y medio que gobernó, entre 1959 y 2006, toda la independencia que logró y todos los derechos sociales que distribuyó en Cuba tuvieron como trasfondo la dependencia económica de la Unión Soviética y el campo socialista de Europa del Este, primero, y de la República Bolivariana de Venezuela, después.
¿Guevarista
o soviético?
Cuando el lenguaje de Fidel comenzó a diferenciarse del nacionalismo revolucionario o populista, a mediados de los años sesenta, entró en el dilema de adherirse a la corriente de la nueva izquierda latinoamericana, liderada por el Che Guevara, o suscribir los códigos del marxismo-leninismo de factura soviética. Hasta 1968 o 1971 esas dos tendencias se manifestaron intermitentemente en la oratoria del líder revolucionario. A veces, como en sus palabras en la Plaza Roja de Moscú, en abril de 1963, Castro hablaba de la urss como una “sociedad sin clases explotadas y explotadoras” o “un pueblo todo trabajador”. Otras, como en su intervención en el congreso de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (olas), en agosto de 1967, mientras Guevara peleaba en Bolivia, reiteraba las críticas del argentino a la burocracia y la geopolítica soviéticas, por su falta de solidaridad con los movimientos revolucionarios y descolonizadores del Tercer Mundo.
Desde 1971, cuando Cuba se integró plenamente al Consejo de Ayuda Mutua Económica (came), el mercado del bloque soviético, Fidel Castro suprimió toda crítica pública a Moscú y a las llamadas “democracias populares” del campo socialista. Hasta la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la urss, entre 1989 y 1992, las ideas y los enunciados del dirigente cubano fueron perfectamente funcionales dentro del socialismo real. El propio sistema de la isla reprodujo las instituciones básicas de aquellos regímenes, como se observa en la Constitución de 1976, todavía vigente: partido comunista único, ideología de Estado “marxista-leninista”, control gubernamental de la sociedad civil y los medios de comunicación, restricción de derechos civiles y políticos y represión de disidentes y opositores.
El legado institucional de Fidel Castro, en Cuba, es ese. Sin embargo, su proyección internacional en la geopolítica de la Guerra Fría le sumó atractivos de los que carecían los líderes de Europa del Este. Castro era el único político del bloque soviético ubicado en el primer frente de batalla contra Estados Unidos. Si los vietnamitas, los coreanos o los alemanes del Este se enfrentaban a sus connacionales, de signo ideológico contrario, en el mismo territorio, Fidel gobernaba la isla del Caribe más próxima a las costas de Estados Unidos. La alianza con los soviéticos, con Unidad Popular de Salvador Allende en Chile, Omar Torrijos en Panamá, la Revolución sandinista de Nicaragua y, finalmente, la Venezuela de Hugo Chávez y los gobiernos de la Alianza Bolivariana (alba), respondió tanto a una elección ideológica racional como a una estrategia defensiva, magistralmente descrita por Jorge I. Domínguez en su libro To make a world safe for Revolution (1989).
Aquella larga inmersión en los juegos de contrapeso de la Guerra Fría afianzó el pragmatismo natural de Fidel Castro. Si en la biografía del político cubano se conciliaban claves ideológicas tan contradictorias, como José Martí, la educación jesuítica, el populismo chibasista, el nacionalismo revolucionario mexicano, el marxismo guevarista y la ortodoxia soviética, en su ejecutoria internacional cualquier alianza que ayudara a acotar la hegemonía hemisférica de Estados Unidos era bienvenida. Por medio de esa dirección realista de las relaciones internacionales de la isla, Castro contribuyó a diseñar guerrillas latinoamericanas y a impulsar movimientos descolonizadores en Asia y África, pero también sostuvo buenos vínculos con la dictadura de Francisco Franco en España o con la junta militar argentina de Jorge Rafael Videla, a quien defendió de la denuncia de violación de derechos humanos promovida por el gobierno de Jimmy Carter.
En las décadas de los ochenta y noventa el caudillo cubano se relacionó tan bien con Carlos Salinas de Gortari como con Cuauhtémoc Cárdenas, con Alan García como con Alberto Fujimori, con Carlos Andrés Pérez como con Hugo Chávez. Fue a partir de la consolidación de este último en el poder, tras el fallido golpe de Estado en su contra en 2002, que Fidel creyó encontrar una corriente afín en la política latinoamericana, que podía dotarlo de subsidios energéticos en su propio entorno geográfico. En sus cuatro últimos años como gobernante, el viejo dictador se dio a la tarea de alimentar ideológicamente a esa camada de herederos (Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa, Daniel Ortega) a través de una diplomacia sectaria que le ganó algunos desencuentros con la derecha latinoamericana –el México de Vicente Fox o la Colombia de Álvaro Uribe– e, incluso, la izquierda no bolivariana del Cono Sur, como los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso y Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, Tabaré Vázquez y José Mujica en Uruguay y Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en Chile.
Para 2006, cuando una diverticulitis intestinal lo obligó a separarse del poder, Fidel estaba más concentrado en asegurar a Chávez como su heredero en América Latina que en facilitar una sucesión dentro de la isla. Que Raúl sería el sustituto, en caso de enfermedad o muerte, estaba previsto desde la designación del menor de los Castro como primer vicepresidente de los Consejos de Estado y de Ministros y como segundo secretario del Partido Comunista. Pero, como se desprende de una lectura atenta de la “Proclama del Comandante en Jefe al pueblo de Cuba”, del 31 de julio de 2006, Castro “delegaba provisionalmente” sus poderes no solo en Raúl sino en otros miembros de la élite que mencionaba con nombres y apellidos: Carlos Lage Dávila se encargaría del programa energético, José Ramón Balaguer del de salud pública, Esteban Lazo y José Ramón Machado Ventura del de educación, además de que el financiamiento de esos tres programas debía contar con la participación del ministro de Relaciones Exteriores, Felipe Pérez Roque, y del presidente del Banco Central, Francisco Soberón Valdés.
Dos años después de aquella sucesión provisional, Raúl Castro asumió formalmente los cargos de presidente de los Consejos de Estado y de Ministros y de primer secretario del Partido Comunista. Los miembros más jóvenes de la clase política, en quienes Fidel delegó funciones decisivas –Lage, Pérez Roque y Soberón–, fueron separados de sus cargos y el proceso sucesorio implicó una recomposición de la cúpula gobernante, favorable a una nueva casta militar y empresarial. Desde su retiro, Fidel avaló la decisión de su hermano aludiendo a que Lage y Pérez Roque se habían vuelto adictos a las “mieles del poder”. Otros líderes civiles, como el primer vicepresidente de los Consejos de Estado y de Ministros, Miguel Díaz-Canel, el canciller Bruno Rodríguez o el jefe del gabinete económico Marino Murillo, reemplazaron, bajo Raúl, las funciones de aquellos políticos cercanos a Fidel.
Aunque el mayor de los Castro apoyó esos reacomodos de la élite, mostró inconformidad con las reformas económicas y el giro realista de las relaciones internacionales. Entre 2007 y 2008, Fidel y su principal aliado internacional, Hugo Chávez, cuestionaron públicamente el programa de producción de biocombustibles de Brasil, basado en el etanol. El acuerdo entre los gobiernos de Lula da Silva y George W. Bush para favorecer la producción y el comercio de combustibles alternativos irritó al dirigente cubano. El incremento de la cooperación entre Brasil y Cuba, por medio de inversiones de Petrobras en la prospección de crudo, y, luego, del gran proyecto de la Zona Especial de Desarrollo del puerto del Mariel, entre 2012 y 2013, bajo el gobierno de Dilma Rousseff, fueron claras señales de una deriva realista en la política exterior de la isla, diseñada por el equipo de Raúl.
Ahora sabemos que en esos mismos años, mientras moría Hugo Chávez y se debilitaba el bloque geopolítico de la Alianza Bolivariana, el gobierno cubano iniciaba conversaciones secretas con la administración demócrata de Barack Obama para restablecer las relaciones entre ambos países. Castro guardó silencio tras la normalización diplomática de diciembre de 2014 y, cuando volvió a dirigirse al pueblo de la isla y a la comunidad internacional, en un artículo titulado “La realidad y los sueños”, el 13 de agosto de 2015, día de su cumpleaños 89, advirtió que no habría restablecimiento pleno de relaciones hasta que Estados Unidos indemnizara a Cuba por los daños del embargo comercial, sin mencionar las reclamaciones que, por expropiaciones de sus ciudadanos, demanda Washington al gobierno de la isla.
La
contrarreforma como herencia
El momento culminante del deshielo fue el viaje de Barack y Michelle Obama a la isla en marzo de 2016. Una semana después Castro publicaba en la prensa oficial una nueva “reflexión”, titulada “El hermano Obama”, en la que criticaba las “palabras almibaradas” del presidente estadounidense en el Gran Teatro Alicia Alonso de La Habana, recordaba, una vez más, los daños de “un bloqueo despiadado que ha durado ya casi sesenta años” y llamaba a no aceptar “regalos del imperio”. Fue aquel el último artículo de Castro, aparecido en Granma y Cubadebate, órganos del Partido Comunista de Cuba, y, casi al final del texto, el líder histórico de la Revolución hacía esta afirmación reveladora: “advierto además que somos capaces de producir los alimentos y las riquezas materiales que necesitamos con el esfuerzo y la inteligencia de nuestro pueblo”. La vieja promesa incumplida de la autarquía.
El malestar de Fidel Castro con la nueva plataforma realista de la política exterior cubana, en sus últimos años de vida, era evidente. Pero carecía de salud y apoyos internos y externos para propiciar una verdadera contrarreforma. Al final, la aceptación del nuevo rumbo posbolivariano de la isla podía justificarse como se justificaban, dentro de su cabeza, la tímida apertura del mercado libre campesino, los primeros “trabajos por cuenta propia”, la despenalización del dólar y la aproximación diplomática al gobierno de Bill Clinton entre 1992 y 1996. En este último año, Castro llegó a la conclusión de que era posible dar un golpe de timón contrarreformista, como se lee en los documentos del Partido Comunista previos y posteriores al v Congreso de 1997. Apenas dos años después, con Hugo Chávez en el poder de Venezuela y una exitosa campaña mediática a favor de la repatriación del niño balsero Elián González, el anciano comandante llegó a sentir que el aislamiento de Cuba podía sostenerse de manera indefinida.
Pocas veces como en aquellos primeros años del nuevo siglo el gobierno cubano dio rienda suelta a la descalificación de presidentes y gobiernos latinoamericanos que denunciaban la situación de los derechos humanos en la isla, especialmente tras la “primavera negra” de 2003, cuando el régimen arrestó y condenó a 75 opositores pacíficos y fusiló a tres emigrantes ilegales. A su vez, el presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso, la panameña Mireya Moscoso, el salvadoreño Francisco Flores y el mexicano Vicente Fox fueron algunas de las víctimas de la embestida que en el plano de las reputaciones practicó tan intensamente el gobierno cubano durante la llamada “batalla de ideas”. La agresividad que mostró la política exterior cubana hasta 2006 se basó en la confrontación de un enemigo fácil, como George W. Bush en la Casa Blanca, y el triunfalismo por la llegada al poder de Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y Daniel Ortega en Nicaragua.
La última modalidad de dependencia que intentó Fidel Castro fue la obtención de recursos energéticos del bloque bolivariano –especialmente de Venezuela–, a cambio de la exportación de servicios médicos cubanos. En varios países latinoamericanos –Brasil y Bolivia, por ejemplo– se instalaron decenas de miles de trabajadores de la salud a quienes esos Estados pagaban por su atención médica. Pero los médicos cubanos debían remitir entre un 30 y un 50% de sus ingresos al gobierno de la isla, además de soportar una serie de restricciones a su libertad de movimiento. Cuando entró en vigor la última reforma migratoria, en 2013, que concedió facilidades de residencia en el exterior a ciudadanos de la isla, miles de esos médicos desertaron. Las misiones cubanas continúan, cada vez más debilitadas, pero la apuesta del gobierno de Raúl Castro por el desarrollo de los servicios dentro de la isla significa, en la práctica, el principio del fin de la autarquía ilusoria.
Los conceptos de independencia, soberanía o autodeterminación que postuló siempre Fidel Castro tuvieron como límite obsesivo a Estados Unidos. Su pragmatismo se manifestaba tanto en el aliento a cualquier alternativa geopolítica a Washington como en la seducción de la propia opinión pública liberal del vecino del norte. De ahí la centralidad que alcanzó y que siempre procuró cultivar Fidel dentro de los grandes medios de comunicación de Estados Unidos. Desde muy joven, cuando se enfrentaba a la dictadura de Fulgencio Batista en la prensa libre del orden republicano, que subsistía en la isla, Castro comprendió lo útil que era una opinión pública abierta para deslegitimar cualquier régimen político. No de otra manera se explica el celo que puso en evitar, desde los años ochenta, que la opinión pública cubana viviera su propia glásnost.
La normalización diplomática entre Estados Unidos y Cuba y el contacto cada vez más fluido entre los cubanos de la isla y la diáspora son los primeros capítulos de una Cuba posterior a Fidel, que comenzó a construirse, tal vez, desde los años posteriores a la caída del Muro de Berlín y la descomposición de la urss. Si esas dinámicas logran preservarse bajo el gobierno de Donald Trump, en conexión con el crecimiento del sector no estatal de la economía insular y el avance de la autonomía de la sociedad civil, el siglo XXI acelerará su paso sobre la historia contemporánea de Cuba. La mayor sintonía con los cambios globales inclinará la economía cubana por un modelo de servicios, inútil y costosamente postergado por el máximo liderazgo del país durante seis décadas.
A medida que eso suceda, el legado de Fidel Castro quedará cada vez más aferrado al tiempo irrecuperable de la Guerra Fría. Ninguno de los grandes proyectos económicos que personalmente impulsó –la industrialización, el emporio ganadero, azucarero o cafetalero, la “revolución energética”, el “plan alimentario”, ni siquiera la “potencia médica o biotecnológica”– habrá quedado en pie. La forma más tangible de ese legado, para los cubanos del siglo XXI, aparecerá asociada a su última batalla retórica contra las reformas emprendidas por su hermano Raúl y el mismo Partido Comunista que él fundó en 1965. Para entonces, dicho legado no tendrá que ver con revolución alguna sino con los estertores de un conservadurismo comunista abocado a impedir el avance del pluralismo y el mercado en una pequeña y pobre isla del Caribe.
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