por Carlos Alberto Montaner
Raúl Castro viajó
al Vaticano y se encontró con el papa Francisco. La conversación, a puerta
cerrada, aparentemente fue muy satisfactoria para el dictador cubano. Declaró
que, si el papa seguía por ese camino, “yo volveré a rezar y volveré a la
Iglesia”. Al fin y al cabo –agregó–, “siempre estuve en escuelas de jesuitas”.
Pese a esa
oportunista promesa de recuperación de la fe, en realidad se trataba de la
reunión entre dos jefes de Estado*, no entre correligionarios.
Raúl es el
Presidente de una nación comunista –una de las pocas que quedan en el mundo–, y
el papa, al margen de su condición de cabeza del catolicismo, es el monarca de
un minúsculo Estado cuya independencia fue reconocida por Benito Mussolini.
Desde el punto de vista político, no hay duda de que se trata de dos fenómenos
excéntricos diferentes, pero con algún parecido formal.
El papa, en su
condición de Jefe de Estado, es una especie de rey dotado de poderes absolutos,
elegido por un pequeño número de cardenales, todos ellos varones célibes,
generalmente de edad madura.
Raúl, impuesto por
su hermano Fidel, es un Presidente, también provisto de poderes absolutos,
supuestamente seleccionado por el Consejo de Estado, un minúsculo grupo de
diputados compuesto en gran medida por militares pertenecientes a la Asamblea
Nacional del Poder Popular, cuyos miembros son escogidos en unos comicios de
partido único.
En rigor, la
autoridad que ostentan los dos Jefes de Estado nada tiene que ver con los
procesos plurales y abiertos de la democracia liberal. Ello acaso explica la
tradicional frigidez del Vaticano ante la falta de libertades. Por eso Roma
pudo firmar concordatos con la España de Franco en 1953, o con el sanguinario
Trujillo de República Dominicana en 1954. A ninguno de estos dos países el papa
Pío XII les exigió un cambio de conducta para firmar acuerdos. Los objetivos de
la Iglesia eran de otra índole.
¿Cuáles son esos
objetivos? Concretamente, la Iglesia católica se dedica a tres funciones
básicas: difundir el evangelio, educar, y participar activa y públicamente en
el debate moral de la sociedad. A todo ello agrega un claro énfasis en el
ejercicio masivo de la caridad, actividad que funciona como la gran misión
terrenal de la institución y como un cohesivo que la mantiene unida.
Las tres tareas
están íntimamente ligadas, pero para desarrollar cualquiera de ellas la Iglesia
necesita, cuando menos, la neutralidad del Estado, lo que tradicionalmente la
inclina a sostener una actitud complaciente con el poder, surgida desde el
siglo IV, tras el Edicto de Tesalónica dictado por el emperador Teodosio –el
iniciador del cesaropapismo–, acto que transformó a la Iglesia de
perseguida ocasional en perseguidora frecuente y le concedió un inmenso poder
político sobre “la cristiandad”.
Desde entonces, la
Iglesia ha sido el Estado, parte del Estado, o se ha colocado junto al Estado,
a veces en labores viles, como las tareas inquisitoriales, o a veces en
actitudes valiosas, como cuando fundó universidades, pero casi nunca se ha
enfrentado al Estado, aunque éste sea manifiestamente criminal. No es su
talante. Su reino, dice, no es de este mundo.
Es cierto que el
papa Francisco tiene la buena intención de ayudar a los cubanos a solucionar
muchos de sus problemas materiales, pero, a juzgar por el júbilo con que Raúl
Castro ha acogido su mediación y respaldo, el régimen de La Habana ve esa
conducta de la Santa Sede como un factor muy ventajoso para su proyecto
político de consolidar una dictadura neocomunista de partido único y economía
mixta, variante del experimento chino, pero aún más conservadora.
Es posible que a la
jerarquía de la Iglesia en Roma (o al cardenal Jaime Ortega en Cuba), pese a no
ser marxistas, arrastrados por esa tradición cesaropapista no
le preocupen excesivamente el fortalecimiento en la Isla de un modelo
neocomunista dentro de la cuerda ideológica China, pero me temo que puede
afectar muy negativamente a quienes aspiran a un cambio democrático en el país
similar al que ocurrió en Europa del Este.
En efecto, esos
cubanos que quieren una transición a la democracia liberal, y no a una
dictadura capitalista de partido único como la que hay en China o Vietnam, se
sienten profundamente defraudados. No aspiran a una dictadura con rascacielos,
sino a una sociedad en la que se respeten los derechos humanos y las libertades
individuales, convencidos de que ésa, además, es la mejor receta para disminuir
la pobreza y alcanzar la prosperidad.
Al papa, en cambio,
un destino chino para los cubanos parece contentarlo. Su
reino, al fin y al cabo, no es de este mundo. Para quienes tienen que vivir en
el otro, en el real, esto no es un consuelo, sino una irresponsabilidad total
de la Iglesia.
Notas al artículo de Montaner:
*El Papa es Jefe de un Estado Monárquico Clerical. Raúl
Castro es el Dictador de n Régimen Totalitario.
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