Esto es, en síntesis, lo que se ha publicado:
Cy Tokmakjian un empresario canadiense de 74 años, presumiblemente de
origen armenio, llevaba dos décadas haciendo negocios en Cuba, pero fue
condenado a 15 años de cárcel por (supuestamente) sobornar a funcionarios
cubanos.
En la redada –de acuerdo con Reuters– fueron apresadas, además, 16
personas. Otros dos canadienses, cinco empleados cubanos y nueve
funcionarios del gobierno. En el grupo hay un viceministro del azúcar, Nelson
Labrada, con el que se ensañaron, seguramente como una advertencia general. Lo
condenaron a 20 años.
De acuerdo con el informe a que tuvieron acceso los periodistas, a Labrada
le regalaron un televisor de pantalla plana, le pagaron unas vacaciones en
Canadá y lo llevaron a un casino en Toronto donde jugó y ganó 2500 dólares. En
Cuba, ya le habían obsequiado una piscina plástica y una parrilla. En el
lenguaje coloquial cubano era un “pacotillero”. Si existió corrupción fue de
poca monta.
Escarmiento
En todo caso, Raúl Castro cree en el escarmiento como forma de mantener la
autoridad. Utiliza a Labrada para mandar un mensaje. Él y su hijo Alejandro
Castro Espín están decididos a terminar con los delitos contra la economía
nacional mediante una dosis de terror en el campo administrativo. Son dos
versiones tropicales de Maximiliano de Robespierre, pero muy distorsionadas y
llenas de contradicciones.
Para ellos ese comportamiento –la corrupción– pertenece a la permisiva era
de Fidel. (Fidel se parece más a Georges Danton, de quien se dice que pagó por
un cargo en el Consejo del Rey Luis XVI, aunque luego pidiera su cabeza). Los
raulistas lo afirman desdeñosamente a media lengua: “Eso ocurría antes”.
“Antes” es la palabra clave. “Antes” quiere decir cuando Fidel gobernaba.
El Comandante era más político, más manengue, regalaba vistosos relojes
Rolex a sus subordinados, o les daba autos Alfa Romeo, o se hacía de la vista
gorda cuando Ramiro Valdés se asignaba una casa con piscina y gimnasio en Santa
Fe, o cuando el general Guillermo García Frías utilizaba dos yates suntuosos
para sus francachelas.
Si Fidel, gran malversador de los recursos públicos, disfrutaba de 50
residencias suntuosas, coto privado de caza, y yates de lujo para pescar, si la
Isla era suya del hocico al rabo, podía entender que la manera de mantener viva
la lealtad de sus subordinados era alternando la intimidación con recompensas
materiales. Él sabía que el discursito revolucionario del “hombre nuevo” que
predicaba el Che Guevara era una tontería.
Esta diferencia entre las posiciones de Fidel y Raúl con relación a la
corrupción comenzó desde los primeros días del triunfo de la revolución. En sus
memorias inéditas, Benjamín de Yurre, recientemente fallecido, secretario
personal de Manuel Urrutia, el primer presidente de Cuba tras la huida de
Batista (enero a julio de 1959), cuenta que estaba de visita en el despacho de
Camilo Cienfuegos, situado en una suite del Hotel Riviera, cuando Raúl entró
como una tromba, rodeado por sus guardaespaldas, e increpó al popular
comandante echándole en cara sus borracheras y orgías con el dinero de la
revolución. Camilo le respondió airadamente y trató de sacar su pistola cuando
el capitán Olo Pantoja se interpuso y los guardaespaldas de Raúl y de Camilo
los separaron. De Yurre se evadió discretamente de aquella peligrosa trifulca.
A Fidel, en cambio, le traía sin cuidado el comportamiento de Camilo. Para
Fidel la corrupción era un arma de gobierno y se extendía al campo
internacional. Usaba el dinero del país para “hacer revolución”. ¿Qué era eso?
Con frecuencia, era expandir su influencia con los recursos de los cubanos. Era
darles cientos de miles de dólares a las guerrillas, a los terroristas, o a los
candidatos amigos durante los periodos electorales, a sabiendas de que una
parte importante de esa plata se quedaba en el camino. Era invitar a cincuenta
diputados mexicanos para que disfrutaran de Tropicana. Era convocar a cientos
de personas, con todos los gastos pagados, para alinearlos tras alguna consigna
política, o, simplemente, para que lo aplaudieran.
A Fidel le encanta que lo aplaudan. Tiene y alimenta con ese ruido su ego
descomunal. Raúl, en cambio, posee conciencia de sus muchas limitaciones y es
menos vanidoso. Entre sus defectos, no es de los menores su tosco desconocimiento
de la naturaleza humana, lo que le llevó en los años sesenta a proponer y
llevar a cabo el cruel apresamiento de miles de jóvenes acusados de
homosexualismo y “otras conductas antisociales”, formas de corrupción burguesa
que él iba a corregir con durísimos trabajos agrícolas en los campos de
concentración de la UMAP.
En definitiva, Fidel incurría en el terreno político, y para sus fines
políticos, en las mismas prácticas delictivas por las que ahora Raúl acusa a Cy
Tokmakjian en el campo empresarial. Sus intereses serían diferentes, pero sus
métodos y su burla de las leyes son similares. ¿De dónde salía el dinero para
“hacer revolución”?¿De qué presupuesto? ¿Quién lo fiscalizaba? Por la centésima
parte de esa retorcida conducta las cárceles de medio planeta están llenas de
funcionarios venales que incumplen las leyes.
La corrupción de Raúl
¿Y Raúl? ¿Advierte Raúl que cuando les alquila miles de profesionales de la
salud a otros países y les confisca el 90% del salario está incurriendo en una
falta tipificada en los acuerdos de la Organización Internacional del Trabajo
de donde pueden deducirse consecuencias penales?
Pedirle 55 millones
a la familia o a la empresa de Cy Tokmakjian a cambio de su libertad ¿no es un
clarísimo delito de extorsión típico de las mafias?
Quedarse con una
parte sustancial de la plata que les produjo a los montoneros argentinos el
secuestro de los acaudalados hermanos Born –sesenta millones de dólares– ¿no es
complicidad con un gravísimo delito?
Amenazar con la
cárcel a los empresarios a los que el gobierno cubano les debe dinero –como
sucede con algunos exportadores panameños de Colón— si no les condonan las
deudas a la Isla ¿no es un comportamiento gangsteril?
No es verdad que
Cuba les debe 500 millones de dólares a los exportadores panameños de la ciudad
de Colón. Son casi 5000, y algunas deudas se arrastran desde hace más de 30
años, como me contó, indignado, uno de esos comerciantes atrapado entre la
deuda, el miedo y la amenazada familia que ya formó en Cuba.
El mecanismo es
diabólico: la manera de hacer negocios en Cuba es mediante la trampa y el
amiguismo, dos conductas delictivas. Donde las reglas son deliberadamente
opacas, en donde los tribunales son un brazo de la policía política, y en donde
no funcionan el mercado y la competencia, sino el favoritismo, ¿qué otra forma
hay de desarrollar actividades comerciales de una cierta envergadura?
No obstante, esos
comportamientos corruptos son bienvenidos … pero sólo mientra al gobierno le
conviene. Cuando llega la hora de ajustar cuentas comienza el calvario de los
empresarios, a quienes someten a toda clase de chantajes y extorsiones. A fin
de cuentas, Fidel y Raúl –en eso coinciden—sienten el mayor de los desprecios
por los hombres de empresa que persiguen fines egoístas. Ellos, supuestamente,
son revolucionarios puros a los que no les queda otro remedio que admitir a una
gentuza deleznable para salvar la revolución.
La corrupción
cubano-venezolana
Pero ahí no
terminan las contradicciones: Raúl Castro y su gobierno participan y se
benefician de la corrupción venezolana. Le venden a Caracas medicinas caducadas
o a punto de caducar. Triangulan operaciones de compraventa, intermediando
innecesariamente entre Venezuela y los suministradores reales para aumentar el
valor de las importaciones y ganarse una comisión que se reparten con los
venezolanos corruptos.
En el colmo de la
desfachatez, Cuba le ha facturado a Venezuela nada menos que equipos de
perforación petrolera por el doble de lo que costaría hacerlo directamente con
las empresas chinas, indias o europeas que se dedican a esos menesteres. Son
las “empresas de maletín”, como dicen los venezolanos, cuyo único papel es
encarecer las compras de bienes y servicios a costa de la indefensa sociedad
venezolana para beneficio de personas y entidades deshonestas.
¿Cree Raúl Castro
que puede haber un Estado medularmente corrupto, como son Cuba y Venezuela, con
funcionarios honrados que cometen delitos pero no lucran con ello? ¿No le
importa estafar al pueblo venezolano con esas desvergonzadas prácticas? ¿Supone
que es menos delito robar para beneficio del Estado cubano que para sí mismo?
Es obvio que Raúl
Castro tiene una noción muy limitada y extraña de lo que es o no corrupción.
Cuando un empresario extranjero soborna a un funcionario y al gobierno le
conviene, lo deja actuar. Cuando le parece, lo reprime. Cuando la dictadura
necesita recursos (que es siempre) viola todas las leyes y nadie es responsable
por ello.
Una de las
principales lecciones que se derivan de todo esto es obvia: al margen del
dudoso razonamiento de quienes aseguran que, al fomentar una suerte de
capitalismo de compadreo y chanchullo, se producirán cambios políticos a largo
plazo, desde un punto de vista estrictamente empresarial se percibe que hay que
ser muy ingenuo o estar muy desinformado para invertir en ese país. Ninguna
persona medianamente sensata le entrega sus ahorros a Al Capone.
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