Antes
de que el Papa Juan Pablo II llegara a Cuba
En reparaciones
Corría
el ano 1992, comenzaba a sentirse el “período especial el tiempo
de paz” y en la Sección de Aviación de la Defensa Antiaérea de
las Fuerzas Armadas “Revolucionarias” (DAAFA “R”) ya íbamos
por el quinto o sexto plan de reducción de plantillas y debido al
corte de combustible por parte de los “amigos” soviéticos
perfilábamos nuestros planes de vuelos anuales de 15 a 30 horas por
piloto. La URSS se desintegraba a paso doble corto y se llevaba la
escalera, dejándonos colgados de la brocha.
Cierto
día me llamaron de la oficina del Jefe de la Sección. Que dejara lo
que estaba haciendo y que me presentara con urgencia. Dejé todo como
estaba y casi corriendo toqué en la puerta y pidiendo permiso entré
como un bólido.
Sin
mediar palabra, aquel Coronel, me dio a leer un papel. Lo primero que
leí fue el nombre del remitente: General de División Ulises Rosales
del Toro, Jefe del Estado Mayor General del las Fuerzas Armadas.
Aquella
misiva, entre otras cosas, me ordenaba realizar un trabajo de
inspección a la cruz que remata la bella
torre de 50 metros, desde
donde
pueden
verse numerosos puntos de La Habana. El
General Ulises informaba que tenía que encontrame tal día, a tal
hora, a la entrada del templo Jesuita de la calle Reina.
Era
así que me enteraba que, la
Parroquia
del Sagrado del Corazón de Jesús y San Ignacio de Loyola, conocida
localmente como la
Iglesia
de Reina,
es un majestuoso templo católico,
de estilo neogótico,
situado en Centro
Habana,
y
que es
la iglesia más alta de Cuba, con
su
elevada torre de 50 metros (que
puede ser vista desde varios puntos de la ciudad)
rematada por una cruz de bronce y decorada con 32 gárgolas.
El
General
explicaba que la idea “de maniobra”, que se planteaba, había
sido concebida por Eusebio Leal Spengler, viejo conocido mio y amigo
de mi padre.
La
idea de Eusebio pretendía estacionar, en
vuelo, a un
helicóptero sobre la torre, con el objetivo de “restaurar” la
cruz que remata la obra.
La
cruz había cedido, debido a las inclemencias del tiempo y los muchos
años
transcurridos desde la última reparación del
templo.
Colgaba de la base y no se descartaba que cediese y cayera sobre el
techo de
la nave central.
El
resto de la explicación era un completo desatino. Del helicóptero,
en vuelo estacionario, debían descender (unos miembros de las tropas
especiales) hasta la base de la cruz por el método de rapel, que
consiste en un
descenso rápido (en
paredes verticales)
mediante el deslizamiento por una cuerda enlazada al cuerpo. Luego
tenía que evaluar las dimensiones y el peso de la cruz, para que una
vez atada a una cuerda, las tropas especiales procedieran (con
antorchas de acetileno) a cortar la base de la cruz y de esa forma
quedara colgando del helicóptero y su posterior retirada del lugar.
Por
mi mente comenzaron a pasar escenas de películas de acción.
Estuve
a punto de reír, pero me contuve de lanzar una carcajada. No
obstante afloró una leve sonrisa y cualquiera que me conociera
advertiría, en mi expresión, una ironía amarga
y pesimista,
que el Jefe de la Sección no dejó pasar por alto. Haga usted su
trabajo y una vez concluido, presénteme un informe detallado, me
dijo.
Ya
estaba coordinada la entrevista con el Historiador de La Habana y
amigo de papá. De manera que ese día y a la hora prevista, me
encontré esperando, durante una buena media hora, la llegada del ya
famoso historiador. Durante ese tiempo comencé a recordar todos los
pasajes en que nos habíamos encontrado durante los
33 anos transcurridos desde que nos habíamos conocido.
Sabía
que era un hombre que manejaba muy bien las relaciones sociales desde
muy temprana edad. Que nunca en su infancia y primera juventud había
estudiado regularmente. Que se consideraba a si mismo como un
estudiante autodidacta. Que sí, que también leía mucho y de todo.
Había estudiado hasta el cuarto grado en una escuela privada,
mientras su mamá (con su empleo de conserje) le
pudo
pagar la matrícula. Conocía que su fuerte no eran los trabajos
manuales, pero que le encantaba la historia, la geografía y aquella
asignatura perdida, que todos conocíamos como “moral y cívica”.
Todo
esto lo sabía mucho antes de que publicara en 1994 su libro titulado
“Fiñes”.
Muchos
creen que Eusebio realizó sus primeros estudios como seminarista,
que era un pichón de cura. Nada más falso. El era, desde pequeño,
católico practicante. Aprendió el catecismo en la misma escuela
primaria que mencionamos anteriormente. Es de esa
forma que comienza a socializar con los religiosos, que aunque se
desperdigaron con el decursar del
tiempo, nunca perdieron el contacto.
Eusebio
perteneció a una organización llamada “Acción Católica”, pero
su vocación no era la carrera sacerdotal, aunque su aproximación a
los seminaristas le sirvió para continuar conociendo personas que
luego se convertirían en personajes. Como es el caso de Carlos
Manuel de Céspedes, a quién conoció personalmente por aquella
época.
Su
padre, aunque retirado ya de la policía, en
época de la república, se
unió a los golpistas del 10 de marzo. Padre
e hijo tuvieron relaciones esporádicas.
El
sexto grado lo alcanzó en el ano 1959. En ese ano su biografía se
oscurece un poco y no se sabe bien como es que acaba pronunciando un
discurso frente a la escuela normal de La Habana en el aniversario
del asalto al cuartel Moncada. Es ahí donde se encuentra con José
Llanusa Gobel quién recientemente había sido nombrado Alcalde de La
Ciudad.
Mi
padre ya había regresado de la misión en la República Dominicana
(ver
https://www.amazon.com/-/es/Mario-Riva/dp/1542354021)
y
nombrado, por
Llanusa,
Director
de la Dirección Municipal de Impuestos.
Eusebio comienza a trabajar el la Dirección y comienza a trabajar a
las órdenes de mi padre, como inspector. En esos anos es que yo, con
apenas 9 cumplidos lo veo por primera vez.
Eran
tiempos difíciles, Girón y luego la crisis de octubre.
Pasada
esta etapa es que los viejos pericos desplazan a Llanusa del
Ayuntamiento y va a parar al INDER. Mi padre se va con Armando Hart
para el Ministerio de Educación y Eusebio se queda en el
Ayuntamiento y comienza a escalar posiciones apoyado por los viejos
pericos. Hasta que en 1975, aprovecha sus relaciones personales para
que, figuras tan destacadas como Raúl Roa, Juan Marinello, José
Luciano Franco, Francisco Pividal Padrón, Antonio Núñez
Jiménez, Mariano Rodríguez Solveira y Manuel Rivero de la Calle,
lo avalaran
ante el Rector de la Universidad de La Habana para que matriculace
en
la escuela de historia. Fueron ellos los que le escribieron al Rector
para que pusiera a prueba sus conocimientos y “voila”, de
estudios primarios se graduó
de universitario.
Pero
eso de saltarse etapas era una constante del nuevo régimen.
En
el ano 1975 ya había finalizado mis estudios de aviación y llegado
a alcanzar el puesto de Jefe de Nave de helicópteros MI-4, tenía en
mi currículum una misión internacionalista (1974) en la Guinea de
Sekou Touré (copiloto ejecutivo del
Presidente, en
helicópteros MI-8), cuando nos enteramos que una amiga de Ivonne (mi
mujer), llamada Yamilet, hija de un famoso médico, estaba de novia
de Eusebio.
No
recuerdo como, fuimos invitados a la boda y…, que sorpresa: Yamilet
y Eusebio se casaron
en la casa de mi padre y ahí se realizarían las nupcias y la
fiesta.
De
manera que en 1992, a tan solo un ano de la muerte de papá, pienso
que voy a encontrame con su viejo amigo.
Nos
encontramos, nos dimos la mano, me presenté y.., nada, como si no
hubiese fuese sido. No recordaba
haberlo visto en el velorio, pero
pensé que una persona de verbo fácil no tendría reparo en decirme
una frase amable. Nada.
Ese
día nos reunimos con los generales de la orden de los jesuitas, nos
explicaron que no tenían los recursos suficientes ni para comenzar
las obras. A lo que Eusebio les dijo que no se preocuparan,
que todo correría gobierno mediante. Recorrimos todo el templo,
admiramos sus vitrales. Luego subimos a la torre, pero no pudimos
pasar del campanario. Se estaba cayendo a pedazos.
In
situ y armado en inspector de la Sección de Aviación pude calcular
que si la torre tenía 78 metros de altura, adicionándole la
elevación del terreno, la parte superior, más la cruz, debían
alcanzar los 100 metros de altura. Definitivamente, lo que planteaban
Eusebio y General Ulises era un imposible. Y por muchas razones.
Primeramente,
no era posible transportar los balones de oxígeno y acetileno en el
helicóptero. No porque fuera imposible, sino porque no había forma
de situarlos en aquel lugar que se encontraba en condiciones muy
frágiles y a punto de derrumbarse. Tal vez el personal de tropas
especiales pudieran descender por la cuerdas, pero el trabajo no
podía ser realizado amarrados a las mismas. Un golpe de viento podía
desplazar al helicóptero y provocar un accidente. Por otra parte un
helicóptero no puede permanecer indefinidamente en un vuelo
estacionario a 100 metros de altitud. La variaciones de la dirección
del viento puede exigir desplazamientos imprevistos. Por otra parte,
el vuelo estacionario está contraindicado (por razones de seguridad)
en alturas entre los 10 y los 200 metros. No es que estén
prohibidos. Solo contraindicados. Y por último, conllevaría un
peligro inmenso para toda la población circundante en un área
densamente poblada.
Todo
esto lo discutí con Eusebio Leal y los generales de la orden
religiosa. Les pregunté como se habían realizado las reparaciones
de hacía más de 30 anos y me respondieron que con andamios. Nos
dejaron saber que ellos conocían al maestro de obra que aun estaba
vivo. Que lo contactarían para ir averiguando las necesidades.
De
regreso a el Estado Mayor de la DAAFAR, elaboré un informe de cuatro
páginas explicando con lujo de detalles el porque de mi negativa a
realizar aquel descabellado proyecto. El Jefe de la Sección no me
prestó oídos ni vista. El no era piloto de helicópteros y como tal
no entendía de la técnica. Me ordenó realizar un vuelo
estacionario encima de la torre, a lo cual me opuse reiterando una
vez más las condiciones de fragilidad del cemento portland con el
cual se había construido el edificio a principios del Siglo XX.
Al
día siguiente despegaba para hacer un vuelo más sobre la ciudad.
Sería el último. Conocía, por experiencia propia, las corrientes
de aire que se forman entre los edificios. Varias veces había
sobrevolado la capital a
baja altura,
en maniobras y
durante desfiles. Una de esas veces, yendo de copiloto en un MI-4,
con uno de los pilotos instructores de mi escuela de aviación
llamado Pedro Bles Tejeda (ya fallecido) nos metimos entre el hotel
Habana Libre y lo que por entonces era RadioCentro (hoy Yara). En
otra ocasión, volando con Lenin Carracedo (también en un MI-4)
estuvimos a punto
de estamparnos contra el edificio de la embajada americana. Un golpe
de viento nos empujó. Nos asustamos.
De
manera que solo di dos pases a una distancia prudencial
y
situándome de frente al viento realicé el vuelo estacionario sobre
la torre. El radio-altímetro me confirmó la altura. Exactamente 75
metros sobre el nivel del terreno, 115 metros sobre el nivel medio
del mar por el altímetro barométrico. Cuando regresé a la DAAFAR
me ordenaron realizar un nuevo informe. Más adelante los curas
jesuitas me dijeron que el edificio se estremecía bajo la
potencia del
helicóptero.
Las
obras de restauración, utilizando andamios comenzaron en el ano
1996. A la llegada del Papa, el templo se encontraba como nuevo.
Totalmente restaurada
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