lunes, 29 de julio de 2019

Fábula de la propina obligatoria


            Fábula de la propina obligatoria





Artículo publicado por Yudith Madrazo Sosa

http://www.cubadebate.cu/especiales/2019/07/20/fabula-de-la-propina-obligatoria/#.XTRuqq0rzq0

Anotaciones en itálicas y negritas por: Mario Riva Morales

Miró perplejo, suspiró resignado, y solo cuando encontró una mirada comprensiva, una expresión de empatía, se decidió a hablar: “Resulta que ahora todos los dulces cuestan dos pesos; pagué con un billete de cinco por dos polvorones, de 1.50, y solo me devolvieron un peso”.

Eso, en cualquier país del mundo, se llama robo.

Semanas antes, en otro establecimiento, una conversación similar: “Están acabando. ¿Para qué dicen que las galletas de sal cuestan 12. 50 si te las cobran a 13? Cuando pagas con 20 pesos, te devuelven siete; si lo haces con 15, dos; pero si das 13, ni siquiera se molestan en disculparse por no devolverte los 0.50 centavos restantes. Y ni reclames, porque entonces te tildan de ridículo”.
Y, en la otra orilla, la inalterable justificación: “Lo siento, no tengo pesetas”; “ay qué pena, hoy no me han traído menudo”, “te debo los diez centavos, no tengo medio”. Pululan las excusas.
Cuando el dinero circulante no tiene valor, suceden estas cosas. Las personas no saben que hacer con tal de adquirir el producto. Son capaces de permanecer callados, no vaya a ser que el dependiente deje de vender el producto, o tome represalias con los que aun no lo han adquirido.
En una ocasión me sucedió algo parecido con un taxista. No tenía cambio para devolverme el dinero sobrante, con el cual le había pagado la carrera. Sencillamente, le dije que hasta que me diera el vuelto, no me bajaba del taxi. Se puso verde y me maltrató de palabra todo lo que le dio la gana, pero yo tenía tiempo y no estaba interesado en mantener una discusión. Permanecí callado hasta que el taxista, viendo que perdía mucho tiempo, decidió buscar el cambio.
Un mal incurable, una epidemia que sacude, así se me antoja la práctica extendida de escamotear el vuelto en el acto de consumo, sobre todo si de menudo se trata. Al parecer, los expendedores dan por sentado que el cliente les dejará una propina, como si fuera obligatorio hacerlo, como si el servicio que le han brindado lo mereciera.
Que levante la mano quien no haya caído alguna vez ante tal zancadilla a nuestro derecho como consumidores, tropiezo que nos lleva a dudar de la valía del dinero fraccionario porque ya casi nada cuesta menos de un peso, y donde todavía los precios se aprecian con esos valores, pocas veces te devuelven los centavos que sobran del importe.
Al parecer, de poco sirve que contemos con una Resolución, la No. 54/2018, a cuya sombra deberíamos ampararnos los consumidores. En uno de sus incisos, la normativa establece el derecho a “la entrega completa del dinero que excedió al efectivo entregado por el bien o servicio recibido, incluyendo la moneda fraccionaria”. Entonces, ¿por qué persiste la tendencia a no dar el cambio?
Abundan los ejemplos. Y estos mortifican más cuando en idéntico contexto se les niega a determinados consumidores la venta de un producto o el acceso a un servicio, precisamente, porque el dinero que lleva no es suficiente, porque les faltan esos centavos que el/la dependiente sí puede guardarse, pero no le perdona al comprador, para quien no hay excusa, sobre quien cae todo el peso de la obligación de abonar la suma establecida.
Una anécdota de hace varios años ilustra lo anterior. En una cafetería estatal vendían pan con minuta a 2.50 CUP. Un muchacho de unos trece años, con dos pesos en la mano, insistía, más bien imploraba, a la dependienta que le despachara uno. La vendedora, consciente de que cumplía con su deber (imagínese si le doy a todo el que no tenga o no le alcance, ¡tendría que pagar de mi bolsillo las minutas!) continuaba impasible su venta, pero a nadie que no pagara con exactitud le devolvía los correspondientes 0.50 que excedían, agarrada a la eterna justificación: “no tengo menudo”.
Dentro de la cola, una muchacha observaba con indignación la escena y, al tocar su turno, le dice a la expendedora: “Por favor, dele el pan al niño. Voy a pagar con tres pesos, los ‘50 kilos’ que me sobran, y veo que no me dará, son para completar su dinero”.
Yo también tengo una anécdota. Me ocurrió durante unas vacaciones en un balneario muy visitado. Nos levantamos temprano para ir a desayunar. Llegamos al restaurante y nos sentaron en una mesa que daba a unos cristales que nos separaban del exterior. No estaba mal, para ser un mes de agosto el aire acondicionado funcionaba de maravillas. La empleada nos tomó la nota y comenzó nuestra espera. Pasaron 15 minutos y en ese tiempo llegaron otros comensales. A los treinta minutos le preguntamos, a la misma empleada que nos había tomado la nota, el porqué de la demora. Al cabo de 45 minutos, los comensales que habían llegado después que nosotros ya estaban acabando de desayunar y nosotros con las lenguas pegadas al paladar. Al cabo de una hora y de varios cuestionamientos a la empleada, nos trajeron la cuenta sin haber consumido absolutamente nada. El berrinche que monté fue mayúsculo. El administrador se presentó y lo único que se le ocurría decirme era: “Companero usted debe de comprender...” Comprender qué?, le preguntaba yo. Comprender el mal trato recibido? Entonces se le ocurre decirme que la empleada era militante del partido. Peor que peor. Por esa época yo era también militante y del mismo partido, porque no hay otro, le repliqué. El administrador continuó con su letanía de la comprensión y yo me dí por vencido. Eso sí, no pagué. Hubiera sido el colmo!
Cuántas veces habremos vivido pasajes similares; cuántas veces habremos preferido callar antes de mostrar nuestra inconformidad, so pena de parecer “ridículos”. Pero el escamoteo al vuelto no tiene justificación alguna. Según han asegurado directivos del sistema bancario en diversas ocasiones y a diferentes órganos de prensa del país, hay disponibilidad de moneda fraccionaria en todas las sucursales y, por tanto, los establecimientos comerciales pueden garantizarlos y cumplir así con su deber.
La propina no puede ser obligatoria, ha de nacer de la satisfacción por el servicio recibido. Negar el vuelto bajo la excusa de no poseer menudo es una forma de maltratar al consumidor, de violar su derecho, de robar.

La de no aceptar propina ha sido otro de los principios “revolucionarios” que se han dado por vencidos. Poco a poco, sin prisa, pero sin pausa, el régimen va claudicando en todos sus principios estratégicos.

La no aceptación de propina, surgida de la necesidad de incorporar a los cortes de cana de azúcar a los empleados del sector de la industria turística, allá por los anos 70, fue uno de los primeros principios en morir cuando Fidel Castro aceptó que el dólar volviera a circular en Cuba.


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