Por Julio Aleaga Pesant Periodista Independiente
jun 16, 2015
Es una historia personal, y ruego no se excedan los lectores en su justo pedido de objetividad, equilibrio o imparcialidad, características indispensables del periodismo. Lo que cuento me ocurrió la noche del domingo 7 de junio de 2015, en el Il 96, de Cubana de Aviación que cubría la ruta Paris-Santiago de Cuba-La Habana, CU 445.
Preví tomar ese vuelo de Santiago a La Habana, días antes. En el regresaba
mi hijo de 12 años, luego de once meses de estudiar en la ciudad francesa de
Toulouse. Mi objetivo era claro, sorprender al primogénito y comenzar las
celebraciones desde su misma llegada al espacio aéreo nacional. Me acompañaba
mi hija de once años, encantada de montar aviones, de volver a visitar
Santiago, y reencontrarse con su hermano mayor.
Aunque el CU 445, llegó a tiempo a Santiago, el despegue para la capital
demoró unos 35 minutos. “Nada importante”. Cuando al fin se abrieron las
puertas del salón para pasar a la pista-escalerilla-puerta trasera del avión,
lo hicimos sin apresuramiento tratando de calcular cada paso que daríamos, antes
de fundirnos en un abrazo con el hijo. Sin embargo, muy lejos estaba de
comprender la tormenta que se acercaba.
Entrando por la puerta de atrás, nos movimos con agilidad para buscar
visualmente al adolescente, cuando nos topamos una barrera humana en la fila 14
de los asientos y que impedía a los cubanos acercarnos a los otros pasajeros.
Cuatro fornidos hombres de seguridad aérea y Emigración y Extranjería,
cerraban el paso de los angostos pasillos. Detrás las aeromozas y más atrás los
sobrecargos. No perdí tiempo. Pregunte sobre un niño que viajaba desde París,
era mi hijo y quería verlo. La única respuesta de los mal carados fue, no
puedes pasar. Pero es mi hijo, repetí, que no veo desde hace un año por favor.
No se puede pasar, fue nuevamente la respuesta. Como en todo forcejeo verbal,
volverse irreconciliable es directamente proporcional al aumento del volumen de
la discusión. Ya en ese estado, mi hijo supo que lo buscaba y sale corriendo
para tratar de unirse a mí, pero fue rechazado y empujado por los “segurosos”,
que empezaron a amenazarme con bajarme del avión, por ser el responsable de que
no pudiera despegar.
A todas estas los franceses y extranjeros separados de los cubanos por dos
filas de asientos a la altura de la 13 y 14, comenzaron a voltear la cara hacia
lo que sucedía y a expresar su enfado con lo que indicaba la imposibilidad de
que una familia se abrazara, por la terquedad de unos oficiales que no
permitían que los extranjeros se mezclaran con los cubanos dentro del avión.
Algunos empezaron a manifestarse públicamente con lo que parecía un absurdo. Un
niño de pelo largo, de una parte y su padre y hermana de la otra llamándose a
gritos mientras un grupo de mal encarados, como una cerca de campo de
concentración, les impedía franquear la distancia de medio metro.
Decidido a bajar el tono para encontrar una solución al entuerto, converse
con la que parecía el jefe de las aeromozas, sobre el tema y me sugirió que en
cuanto levantar vuelo, podría ir al baño y allí en “tierra de nadie” podría
abrazar a mi hijo. Y pronto, aun demorado, se llegó a un acuerdo por el cual
nos podríamos reunir en las dos filas tierra de nadie, especie de Panmunjon
aéreo, en cuanto el avión levantara vuelo, pero… el avión tenia desperfecto y
el otrora amenazante capitán, ahora pedía disculpas por un retraso de media
hora, que nos permitió ante el clima de tensión existente en la cabina, que al
fin la familia se abrazara en medio de gestos de alegría, y el aplauso y
aprobación de los extranjeros, que no de los cubanos que en esa indolencia
aprendida de los comunistas, prefirieron mirar hacia otro lado mientras un
padre luchaba por abrazar a su hijo.
Como la rotura del avión era de mayor envergadura, hicieron bajar a todos
los pasajeros. Primero los extranjeros, por la escalerilla delantera y luego
los cubanos por la escalerilla trasera. Siendo destinados a salones diferentes.
De regreso al avión, nos volvimos a reunir hasta la llegada a La Habana, en que
fuimos separados de nuevo dramáticamente pues el Il 96, detuvo sus motores en
el edificio 3 del aeropuerto José Martí, y los cubanos debimos, después que
salieron los extranjeros, dirigirnos a un par de guaguas, que nos llevaron al
edificio 1, ubicado a unos tres kilómetros del otro lado de la pista. De allí,
mi hija y yo tomamos un taxi para dirigirnos a la terminal 3 a recoger al
vástago, donde al final, ya no nos separamos más.
Tal incidente me sugiere las siguientes preguntas. ¿Por qué es necesario
separar a los extranjeros de los cubanos en los aviones, o en las terminales?
¿Siempre son los funcionarios de Cubana de Aviación insensibles, ante una
reunificación familiar? Dos líneas de asientos vacíos en el avión ¿no pudieron
aprovechar? ¿Dos oficiales de seguridad aérea, sentados en esos asientos para
impedir que los cubanos se movieran cómodamente por el avión? ¿Somos los
cubanos ladrones, parias o intocables? ¿Por qué los cubanos, en vuelos
nacionales, no pueden salir por la Terminal 3, si eso facilita su incorporación
a la ciudad? ¿Cuál es la posición del Ministro de Transporte y el Presidente
del Instituto Cubano de Aeronáutica Civil de Cuba y el Presidente de la
compañía Cubana de Aviación SA, sobre la segregación de los cubanos dentro de
estos equipos propiedad del Estado cubano?
Apuntan quienes viajan por el mundo, que en los vuelos comerciales, con
escala, no hay diferencias entre los nativos y los extranjeros en el reparto de
los asientos ni en las escalerillas de salida/entrada y mucho menos en los
salones de espera. Tampoco en las terminales de desembarco. Cuando más en la
misma terminal, están los oficiales para nacionales y para extranjeros, hasta
en el mismo salón, solo diferenciado por un pequeño cartel móvil.
Entonces, ¿Por qué, Cubana de Aviación discrimina a los cubanos en sus
aviones?
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