por Carlos Alberto Montaner
Calma. No hay agravio. La etimología de mentecato es transparente. Quiere decir “mente captada o capturada”. Me refiero a eso. Iglesias es un joven político y politólogo español, chavista, que hoy tiene un sorprendente apoyo electoral en su país.
Pablo Iglesias, sin duda, es un mentecato ilustrado.
Seguramente tiene un cociente de inteligencia altísimo. Como el genial
Mussolini, que alcanzaba un puntaje de 175. El problema radica en qué
ideas han capturado tan prodigiosa mente. Las grandes cabezas pueden estar
pobladas de disparates que, cuando se mezclan con una actitud arrogante,
devienen en la terca insistencia en el error, en la negación de la realidad y
en el desprecio por los cerebritos de a pie. Suele ocurrir. Las malas ideas,
cuando se enquistan en neuronas privilegiadas, son más dañinas.
¿Cuáles son las ideas madre –hay ideas madre como hay
células madre– instaladas en la descomunal sesera del profesor Iglesias que no
le permiten observar la realidad con ecuanimidad?
Son varias. La primera tiene que ver con la desmesurada
fe en su propia capacidad intelectual. Pablo Iglesias no conoce la duda.
Predica ex cátedra. Él y su tribu creen saber cuánto deben ganar las personas,
que precio justo deben tener las cosas y los servicios, cómo pueden funcionar las
empresas, qué deben producir para servir a la sociedad, qué se debe poseer para
alcanzar una vida feliz y digna, y en qué punto el patrimonio acumulado se
convierte en una injusticia que hay que cercenar de un certero tajo fiscal.
Prodigioso.
La segunda es también una cuestión de fe. Pablo Iglesias
cree fervientemente en el Estado-empresario que elabora alimentos, asigna
electricidad y comunicaciones, maneja el crédito y gestiona los ahorros.
Cree en el Estado redistribuidor de riquezas que extiende
una pensión a todas las personas por el mero hecho de vivir en el país (650
euros). Cree en el Estado planificador que todo lo sabe, que conoce el presente
como la palma de la mano y es capaz de prever el futuro. Cree en el Estado que
castiga implacablemente (ama la guillotina de la revolución francesa).
Cree que la riqueza se logra trabajando menos –35 horas a
la semana—y por un periodo más breve (60 años). Cree, en suma, que la
prosperidad se logra gastando, no ahorrando e invirtiendo, como ha hecho la
tonta especie humana durante miles de años. Maravilloso.
Pero lo interesante es que Pablo Iglesias ya ha puesto a
prueba sus ideas madre, precisamente en Venezuela, donde él y su grupo fueron
contratados para encauzar de diversas maneras el “proceso revolucionario”, algo
que hicieron durante ocho años a plena satisfacción de la República Bolivariana
–por eso los mantuvieron dentro del presupuesto durante tanto tiempo–, tarea
por la que cobraron nada menos que tres millones setecientos mil euros: más de
cinco millones de dólares.
En ese periodo, de acuerdo con las memorias de la
fundación Centro de Estudios Políticos y Sociales (CEPS), que era la
institución que firmaba los acuerdos y recibía los dineros, Iglesias y sus
allegados ayudaron directamente a Chávez a fomentar su revolución desde el
despacho presidencial, a Telesur a crear y divulgar su propaganda, al Banco
Central de Venezuela a desarrollar su política monetaria, al Ministerio del
Interior a manejar sus prisiones (como en la que yace Leopoldo López), al
Ministerio de Trabajo a organizar sus pensiones, y al Ministerio de
Comunicación a no sé qué función exactamente, aunque algún trabajo pudieron
desplegar en el Centro Internacional Miranda, dedicado al adoctrinamiento
político comunista, a juzgar por las palabras de Juan Carlos Monedero en su
conmovido homenaje a Hugo Chávez, en el que recuerda con tristeza la
desaparición del Muro de Berlín, ese monumento al estalinismo.
Es decir, Pablo Iglesias y sus amigos, de acuerdo a los
consejos que aportaban a tan amplio espectro gubernamental, en gran medida son
responsables del caos venezolano, del desabastecimiento que padece el país, del
desorden financiero, del aumento exponencial de la violencia, del horror de las
cárceles, de los atropellos a la libertad de expresión, de la falta de
inversiones extranjeras, del cierre de miles de empresas, y hasta de la
pulverización del Estado de Derecho al proponer, presuntamente, la eliminación
de la separación de poderes en los cursillos de formación que les daban a los parlamentarios
del mundillo del socialismo del Siglo XXI.
Naturalmente, Iglesias y sus amigos de CEPS tal vez
aleguen que esto no es cierto, que nadie les hizo caso durante los ocho años
que asesoraron a los bolivarianos, o que los convenios, realmente, eran una
fuente de solidaridad revolucionaria, porque ellos apenas colaboraban, aunque
cobraban, pero, en ese caso, incurrirían en un delito semejante al que hoy la
justicia española les imputa a socialistas y populares: financiación irregular
de actividades políticas con fondos provenientes del sector público.
Como me cuesta trabajo creer que Iglesias y sus amigos
forman parte de una casta corrupta, me inclino a pensar que, realmente, lo que
hay que imputarles no es un delito de fraude o peculado, sino un alto grado de
corresponsabilidad en el hundimiento de Venezuela, precisamente por
transmitirles a esos vapuleados ciudadanos las ideas y los conocimientos
equivocados.
En todo caso, es muy probable que Pablo Iglesias, Juan
Carlos Monedero y el resto del grupo, entiendan (como entendía Lenin) que las
revoluciones son así: dolorosas, y devastadoras, como corresponde a la
necesaria etapa de demolición del pasado burgués, lo que explica la conformidad
que muestran con cuanto sucede en Venezuela, postura muy diferente, por cierto,
a la del profesor méxico-alemán Heinz Dieterich y a la del pensador
norteamericano Noam Chomsky, quienes han denunciado los excesos que
convulsionan al país sudamericano.
¿Qué harían Pablo Iglesias, Monedero y sus amigos si
tomaran el control de España?
A mi juicio, lo mismo que han contribuido a hacer en
Venezuela.
¿Por qué?
Porque no son unos cínicos racistas que quieren para
España algo diferente a lo que aplauden en Venezuela. Quieren lo mismo. Un
Estado fuerte presidido por un grupo revolucionario decidido a implantar el
reino de la justicia a cualquier costo. Quieren acabar con las estructuras
burguesas que acogotan al proletariado, destruir los podridos partidos
políticos tradicionales, encarcelar a quienes se opongan a la voluntad del
pueblo y silenciar a esos medios de comunicación que sólo representan los
intereses de los propietarios.
Son mentecatos –sus mentes han sido capturadas
por el error–, como les sucede a todos los fanáticos, pero no hipócritas.
Y son, además, ilustrados.
Esto agrava las cosas.
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