http://blog.dainachaviano.com/2014/12/19/el-caso-cuba-entre-la-justicia-y-la-piedad/
No me gusta escribir
sobre asuntos políticos. Tampoco acostumbro a hacer declaraciones de ese tipo
en entrevistas, programas de TV o artículos de opinión. He hecho alguna
excepción en mi cuenta de Twitter,
donde agradecí al Presidente Obama por su cambio de política hacia Cuba
–una opinión personal que fue luego repetida en medios de prensa–, pero ya se
sabe que 140 caracteres apenas bastan para explicarse. Por eso quiero
extenderme un poco ahora.
En los últimos días
he leído y escuchado el arrebato internacional que ha provocado el discurso del Presidente Barack Obama. Las
opiniones en contra han sido mucho más explícitas y extensas que las que se han
expresado a favor. Supongo que dentro de estos dos bandos existen múltiples
gradaciones. Las entiendo y respeto, incluso aquellas que no se acercan a las
mías.
Quienes argumentan contra las medidas propuestas por el Presidente Obama
han mencionado –y con toda razón– la carencia de derechos humanos en la isla,
la represión contra los opositores, la falta de libertades civiles en Cuba.
Como a cualquier ser humano que ama la libertad y la justicia, también me preocupa
esta situación que no parece tener salida. Mientras el presidente
norteamericano hablaba de aperturas, de entendimiento, de intercambios, de
medidas encaminadas a mejorar el nivel de vida del cubano promedio, La Habana
seguía exigiendo que eliminaran el “bloqueo” (como llaman al embargo allá), el
único pretexto con que cuenta el gobierno cubano para justificar su desastrosa
gestión económica. El discurso de La Habana no mencionó los cambios que ellos
también tendrían que hacer para reciprocar las acciones del presidente
norteamericano, pero no creo que debamos esperar por ellos.
Durante décadas el
régimen cubano ha repetido las mismas excusas para tratar de explicar las
penurias de su pueblo. Por experiencia personal sé que tales penurias no se
deben a ningún enemigo exterior, ni embargo. “El azúcar no viene de Alaska”,
dice por mí el personaje de una de mis novelas. Si el cubano no tiene a su
alcance los alimentos que siempre se han dado bien en su tierra, la culpa no
hay que buscarla en el extranjero.
La destrucción de la
economía y de los recursos ecológicos de Cuba han sido causados por un
grupúsculo que ha dirigido el país como si fuera una finca privada, siguiendo
los caprichos de una sola persona que creía saberlo todo y terminó por
destrozar el rostro geofísico y social de una nación. No tengo esperanzas de
que esa teocracia cambie. El embargo que ya dura más de medio siglo no ha
logrado conmover en lo más mínimo a los responsables de este caos. Todo lo
contrario, el aislamiento les ha servido para multiplicar las justificaciones
de ese fracaso.
Por otro lado, sería
para reírse (si no fuera tan trágico) escuchar a los dirigentes de la isla
decir “hemos ganado”, y luego ser secundados por quienes, viviendo fuera de
ella, también repiten con furia “han ganado”. ¿De qué están hablando? ¿Qué país
gana algo por que le devuelvan a tres sabandijas que conspiraron para matar a
seres humanos? A veces pienso que algunas personas se comportan como
adolescentes inflados de testosterona. Esto no es un juego. Aquí no hay
ganadores ni perdedores. Y si insisten en hablar bajo esos términos, debo
decirles que solo hay un gran perdedor, el único al que todos parecen olvidar:
el pueblo cubano, que vive arrastrándose en la miseria año tras año, sin una
ventana que le permita ver una porción del universo donde habita el resto de su
especie.
Hablar de vencedores
o perdedores en este contexto revela una inmadurez supina. Es muestra de un
infantilismo mental y emocional que me deja atónita, y que resulta
especialmente perturbador cuando lo escucho en boca de quienes se dicen
enemigos acérrimos del régimen cubano. No se dan cuenta de que están repitiendo
el mismo patrón marcado por su contrario.
Personalmente estoy
agotada de tanta fraseología acerca de triunfos y derrotas, de amenazas y
enemigos en los que el pueblo cubano dejó de creer hace mucho tiempo. Les
aseguro que aunque haya un millón de personas saltando al compás de ese
sonsonete en medio de una plaza, mientras chillan consignas infantiloides, la
mayoría de esas personas no se lo cree. Pero ahora resulta que esos mismos
lemas que me atormentaron a lo largo de las tres décadas que viví en la isla,
también se escuchan en el exilio, imitando el estilo de quienes están del otro
lado. Al parecer no se dan cuenta de que repiten conceptos que no conducen a
nada.
Por eso, si me dan a
escoger entre el orgullo de quienes quieren “ganar” a toda costa y la piedad
hacia mi pueblo, incluso si me dan a elegir entre algo mucho más difícil: la
justicia contra los criminales que han asesinado a inocentes o la piedad hacia
once millones de prisioneros que intentan sobrevivir dentro de una isla en
medio del fuego cruzado, yo voto (al menos en este instante) por la piedad hacia
esos once millones que aún están vivos.
Tengo que cerrar los
ojos y respirar muy hondo cuando pienso en los muertos y en los que padecen,
tengo que armarme de paciencia y serenidad, pero me niego a seguir apoyando el
sacrificio de todo un pueblo en aras de una justicia humana que no creo que
llegue. Ojalá no fuera así. Ojalá no tuviera que escoger. Pero es hora de que
alguien se atreva a decirlo: la justicia no siempre llega. Los culpables no
siempre son castigados. Los buenos y los nobles no siempre terminan viviendo
felices para siempre. Al parecer, quienes no se han ocupado por comprender los
mecanismos de la fantasía y los cuentos de hadas han terminado por creer en
ellos.
No podemos esperar
que pasen otros cincuenta años para comenzar a enviar grandes cantidades de
recursos materiales a ese pueblo, para permitir que compañías norteamericanas
mejoren las comunicaciones de los cubanos encerrados y aislados, para que
alguien pueda enseñarles a abrir y desarrollar nuevos negocios, para que
existan nuevas vías de acceso a las medicinas y los alimentos que tanto
necesitan… Once millones de personas no pueden seguir languideciendo por culpa
de la tozudez de un régimen que, en definitiva, no ha cambiado en medio siglo y
no lo hará nunca, a menos que las leyes biológicas u otras circunstancias les
obliguen a ello.
No se puede esperar ad infinitum por una justicia que obviamente no
ocurrirá. Algunos clamarán que Dios no puede permitir eso. Para quienes son
creyentes (y me cuento entre ellos) debo recordarles que Dios no es justo, sino
simplemente sabio, y que cada ser humano tiene libre albedrío y construye su
propio karma, incluso el post-mortem.
Es muy posible que gran parte de lo que llamamos justicia
divina se produzca después de la muerte, en un reino que no es de
este mundo. Pero es preferible mantener este debate en la dimensión de lo
terrenal. Sospecho que, en el caso de Cuba, lo más probable es que esa justicia
solo quede en el colofón de la Historia que finalmente terminará condenando
para toda la eternidad a quienes lo merecen.
Por esa razón no creo
que debamos ser nosotros, los que vivimos fuera de la isla, quienes aboguemos
por mantener a todo un pueblo arrastrando su agonía. Si podemos insuflarle un
poco de oxígeno para que recupere fuerzas y logre ponerse de pie, si podemos
enviar a los cubanos los recursos que les faltan para que puedan alcanzar con
ellos lo que todos anhelamos, creo que habrá valido la pena tragarse un poco el
orgullo y atesorar para el futuro el dolor que todos compartimos por nuestros
muertos.
Este cambio de
política hacia Cuba no significa el fin de la lucha por la democracia en la
isla. Puede ser un nuevo comienzo y una mejor oportunidad para darles recursos
a quienes luchan por ella. Como dijo cierto sabio: Dios escribe recto con
renglones torcidos.
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