La desaparición del dictador cubano marca el fin de un sueño de un paraíso,
que sin libertad ni derechos humanos, se convirtió en un infierno
Mario
Vargas Llosa
El 1 de enero de 1959, al enterarme de que Fulgencio Batista había huido de
Cuba, salí con unos amigos latinoamericanos a celebrarlo en las calles de
París. El triunfo de Fidel Castro y los barbudos del Movimiento 26 de Julio
contra la dictadura parecía un acto de absoluta justicia y una aventura
comparable a la de Robin Hood. El líder cubano había prometido una nueva era de
libertad para su país y para América Latina y su conversión de los cuarteles de
la isla en escuelas para los hijos de los guajiros parecía un excelente
comienzo.
En noviembre de
1962 fui por primera vez a Cuba, enviado por la Radiotelevisión Francesa en
plena crisis de los cohetes. Lo que vi y oí en la semana que pasé allí —los
Sabres norteamericanos sobrevolando el Malecón de La Habana y los adolescentes
que manejaban los cañones antiaéreos llamados “bocachicas” apuntándolos, la
gigantesca movilización popular contra la invasión que parecía inminente, el
estribillo que los milicianos coreaban por las calles (“Nikita, mariquita, lo
que se da no se quita”) protestando por la devolución de los cohetes— redobló
mi entusiasmo y solidaridad con la Revolución. Hice una larga cola para donar
sangre e Hilda Gadea, la primera mujer del Che Guevara, que era peruana, me
presentó a Haydée Santamaría, que dirigía la Casa de las Américas. Esta me
incorporó a un Comité de Escritores con el que, en la década de los sesenta, me
reuní cinco veces en la capital cubana. A lo largo de esos 10 años mis
ilusiones con Fidel y la Revolución se fueron apagando hasta convertirse en
críticas abiertas y, luego, la ruptura final, cuando el caso Padilla.
Mi primera
decepción, las primeras dudas (“¿no me habré equivocado?”) ocurrieron a
mediados de los sesenta, cuando se crearon las UMAP, un eufemismo —las Unidades
Militares de Ayuda a la Producción— para lo que eran, en verdad, campos de
concentración donde el Gobierno cubano encerró, mezclados, a disidentes,
delincuentes comunes y homosexuales. Entre estos últimos cayeron varios
muchachos y muchachas de un grupo literario y artístico llamado El Puente,
dirigido por el poeta José Mario, a quien yo conocía. Era una injusticia
flagrante, porque estos jóvenes eran todos revolucionarios, confiados en que la
Revolución no sólo haría justicia social con los obreros y los campesinos sino
también con las minorías sexuales discriminadas. Víctima todavía del célebre chantaje
—“no dar armas al enemigo”— me tragué mis dudas y escribí una carta privada a
Fidel, pormenorizándole mi perplejidad sobre lo que ocurría. No me contestó
pero al poco tiempo recibí una invitación para entrevistarme con él.
Fue la única vez
que estuve con Fidel Castro; no conversamos, pues no era una persona que
admitiera interlocutores, sólo oyentes. Pero las 12 horas que lo escuchamos, de
ocho de la noche a las ocho de la mañana del día siguiente, la decena de
escritores que participamos de aquel encuentro nos quedamos muy impresionados
con esa fuerza de la naturaleza, ese mito viviente, que era el gigante cubano.
Hablaba sin parar y sin escuchar, contaba anécdotas de la Sierra Maestra
saltando sobre la mesa, y hacía adivinanzas sobre el Che, que estaba aún
desaparecido, y no se sabía en qué lugar de América reaparecería, al frente de
la nueva guerrilla. Reconoció que se habían cometido algunas injusticias con
las UMAP —que se corregirían— y explicó que había que comprender a las familias
guajiras, cuyos hijos, becados en las nuevas escuelas, se veían a veces
molestados por “los enfermitos”. Me impresionó, pero no me convenció. Desde
entonces, aunque en el silencio, fui advirtiendo que la realidad estaba muy por
debajo del mito en que se había convertido Cuba.
La ruptura
sobrevino cuando estalló el caso del poeta Heberto Padilla, a comienzos de
1970. Era uno de los mejores poetas cubanos, que había dejado la poesía para
trabajar por la Revolución, en la que creía con pasión. Llegó a ser
viceministro de Comercio Exterior. Un día comenzó a hacer críticas —muy tenues—
a la política cultural del Gobierno. Entonces se desató una campaña durísima
contra él en toda la prensa y fue arrestado. Quienes lo conocíamos y sabíamos
de su lealtad con la Revolución escribimos una carta —muy respetuosa— a Fidel
expresando nuestra solidaridad con Padilla. Entonces, este reapareció en un
acto público, en la Unión de Escritores, confesando que era agente de la CIA y
acusándonos también a nosotros, los que lo habíamos defendido, de servir al
imperialismo y de traicionar a la Revolución, etcétera. Pocos días después
firmamos una carta muy crítica a la Revolución cubana (que yo redacté) en que
muchos escritores no comunistas, como Jean Paul Sartre, Susan Sontag, Carlos
Fuentes y Alberto Moravia tomamos distancia con la Revolución que habíamos
hasta entonces defendido. Este fue un pequeño episodio en la historia de la
Revolución cubana que para algunos, como yo, significó mucho. La revaluación de
la cultura democrática, la idea de que las instituciones son más importantes
que las personas para que una sociedad sea libre, que sin elecciones, ni
periodismo independiente, ni derechos humanos, la dictadura se instala y va
convirtiendo a los ciudadanos en autómatas, y se eterniza en el poder hasta
coparlo todo, hundiendo en el desánimo y la asfixia a quienes no forman parte
de la privilegiada nomenclatura.
¿Está Cuba mejor
ahora, luego de los 57 años que estuvo Fidel Castro en el poder? Es un país más
pobre que la horrenda sociedad de la que huyó Batista aquel 31 de diciembre de
1958 y tiene el triste privilegio de ser la dictadura más larga que ha padecido
el continente americano. Los progresos en los campos de la educación y la salud
pueden ser reales, pero no deben haber convencido al pueblo cubano en general,
pues, en su inmensa mayoría, aspira a huir a Estados Unidos, aunque sea
desafiando a los tiburones. Y el sueño de la nomenclatura es que, ahora que ya
no puede vivir de las dádivas de la quebrada Venezuela, venga el dinero de
Estados Unidos a salvar a la isla de la ruina económica en que se debate. Hace
tiempo que la Revolución dejó de ser el modelo que fue en sus comienzos. De
todo ello sólo queda el penoso saldo de los miles de jóvenes que se hicieron
matar por todas las montañas de América tratando de repetir la hazaña de los
barbudos del Movimiento 26 de Julio. ¿Para qué sirvió tanto sueño y sacrifico?
Para reforzar a las dictaduras militares y atrasar varias décadas la
modernización y democratización de América Latina.
Eligiendo el modelo
soviético, Fidel Castro se aseguró en el poder absoluto por más de medio siglo;
pero deja un país en ruinas y un fracaso social, económico y cultural que parece
haber vacunado de las utopías sociales a una mayoría de latinoamericanos que,
por fin, luego de sangrientas revoluciones y feroces represiones, parece estar
entendiendo que el único progreso verdadero es el que hace avanzar la libertad
al mismo tiempo que la justicia, pues sin aquella este no es más un fugitivo
fuego fatuo.
Aunque estoy seguro
de que la historia no absolverá a Fidel Castro, no dejo de sentir que con él se
va un sueño que conmovió mi juventud, como la de tantos jóvenes de mi
generación, impacientes e impetuosos, que creíamos que los fusiles podían
hacernos quemar etapas y bajar más pronto el cielo hasta confundirlo con la
tierra. Ahora sabemos que aquello sólo ocurre en el sueño y en las fantasías de
la literatura, y que en la realidad, más áspera y más cruda, el progreso
verdadero resulta del esfuerzo compartido y debe estar signado siempre por el
avance de la libertad y los derechos humanos, sin los cuales no es el paraíso
sino el infierno el que se instala en este mundo que nos tocó.
© Mario Vargas Llosa, 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario