Autor Alejandro
Esta carta abierta escrita por un joven cubano esta dando la vuelta en todo
internet por ser el sentimiento de muchos jóvenes que hemos tenido que irnos de
Cuba por la impotencia de ver que nada cambia en la isla.
La carta abierta de Iván López Monreal es la respuesta a una carta que
escribió un politólogo cubano Rafael Hernández titulada “Carta a un joven que
se va” donde deja entrever que los jóvenes cubanos estamos desconectados con la
historia de Cuba y aquellos que nos vamos no somos consientes del daño hecho al
país.
Sin decirles mucho más les dejo la carta abierta de un joven que se ha ido
que verán que es el sentir de los jóvenes y los no tan jóvenes que hemos dejado
Cuba.
Estimado Rafael Hernández,
He leído con mucho interés su “Carta a un
joven que se va”. Me he sentido aludido, porque hace dos años me marché de
Cuba, tengo 28 años y vivo en Pomorie, una ciudad balneario situada en el este
de Bulgaria. La razón por la que le escribo es para intentar explicarle mi
postura como joven cubano emigrado. Sin solemnidades ni verdades absolutas,
porque si algo me ha enseñado dejar mi país, es descubrir que esas verdades no
existen.
Puede que algunos de los que nos hemos
marchado en los últimos años (somos miles) tengan claro el momento en que
decidieron hacerlo. Yo no. Lo mío fue progresivo, casi sin darme cuenta. Empezaría
con ese recurso tan cubano que es la queja. Por nimiedades, tal vez. Por lo que
no hay, por lo que no llega, por lo que pasa, por lo que no pasa, por no saber.
O no poder. La queja no es grave, lo grave es que se cronifique como una
enfermedad cuando nada parece resolverse. Y uno puede aceptar que eso es así, y
es tu país para lo bueno y para lo malo, o pasar a la siguiente categoría, que
es la frustración. O sea, descubrir que la solución a la mayoría de los
problemas no está en tus manos. O no te permiten hacerlo. O aún más triste: no
parece importar.
Abandonar o permanecer en tu país es una
decisión muy personal que nunca debe juzgarse en términos morales. Yo elegí
este camino porque quería un futuro diferente al que veía en Cuba, y salí a
buscarlo consciente de que podía salir mal, pero quise correr ese riesgo. No
voy a mentirle diciendo que fue doloroso. No lloré en el aeropuerto. Todo lo
contrario, me alegré. Le digo más, me liberé.
Tiene usted razón cuando dice que mi
generación carece de esos lazos emocionales que generan experiencias como Playa
Girón, la Crisis
de Octubre o la guerra de Angola. Pero no se equivoque, yo también he tenido
mis epopeyas. A lo mejor no tan épicas, pero sí igual de demoledoras. En estos
veintidós años que menciona, he visto degradarse el país por el tanto lucharon
mis padres. He visto marchar a mis maestros de primaria y secundaria. He visto
a familias discutir por el derecho a comerse un pan. He visto el malecón lleno
de gente nerviosa gritando contra el gobierno, y gente aún más nerviosa
gritando a su favor. He visto a jóvenes construyendo balsas para huir quién
sabe a dónde, y a una turba lanzando mierda de gato contra la casa de un
“traidor”. Incluso, Rafael, he visto a un perro comiéndose a otro perro en la
esquina habanera de 27 y F. Y también he visto a mi padre, que sí estuvo en
Angola, con el rostro pálido, sin respuestas, el día que un custodio de hotel
le dijo que no podía seguir caminando por una playa de Jibacoa (frente al
camping internacional) por ser cubano. Yo estaba con él. Yo lo vi. Tenía diez
años, y un niño de diez años no olvida cómo la dignidad de su padre se va a la
mierda. Aunque haya vuelto de una guerra con tres medallas.
Me habla usted de las conquistas sociales
de la Revolución. De
la educación y la medicina. Voy a hablarle de mi educación. Tuve buenos
maestros, y cuando se marcharon fueron sustituidos por otros menos preparados
que, a su vez, fueron reemplazados por trabajadores sociales que escribían
experiencia con S y eran incapaces de señalar en un mapa cinco capitales de
Latinoamérica (esto no me lo contaron, lo viví) Mis padres tuvieron que
contratar maestros privados para que yo aprendiera de verdad. No lo pagaban
ellos sino una tía mía radicada en Toronto. De modo que si somos honestos,
buena parte de la formación que tengo se la debo a los clientes del restaurante
griego donde trabajaba mi tía. Pero hay más. En tiempos de mi hermana mayor era
extremadamente raro que un alumno sacara una nota de cien. En mi época el cien
se volvió algo común, no porque los alumnos fuésemos más brillantes sino porque
los profesores bajaron sus exigencias para maquillar el fracaso escolar. ¿Y
sabe una cosa? Yo tuve suerte, porque los que venían detrás de mí en vez de
maestros tuvieron un televisor.
De la medicina poco tengo que decirle
porque usted vive en Cuba. Y salvo el hecho de mantenerse la gratuidad, cosas
que admito sigue siendo meritoria, el estado de los hospitales, la precariedad
de unos médicos mal pagados y la creciente corrupción empujan cada vez más al
sistema de salud hacia ese tercer mundo del que tanto hizo por alejarse. Y lo
cierto es que, hoy en día, un cubano que maneje divisas tiene más posibilidades
de recibir un tratamiento mejor (haciendo regalos o incluso pagando) que uno
que no lo tenga, aunque sea de forma ilegal. Y aunque la constitución diga otra
cosa. Por triste que resulte admitirlo, Rafael, la educación y la medicina de
la que disponen los cubanos de hoy es peor que la que disfrutaron mis padres.
Usted dice que el país hace un gran
esfuerzo, que existe un embargo. Y yo le respondo que también existe un
gobierno que lleva cincuenta años tomando decisiones en nombre de todos los
cubanos. Y si estamos en el punto en el que estamos, lo más sano es que
admitiera que no ha sabido, o no ha podido, o no ha querido hacer las cosas de
otra forma. Por la razones que sea. Porque el fracaso también está cargado de
razones. Y en vez de atrincherarse con sus figuras históricas en el Consejo de
Estado, debería dar paso a los que vienen detrás. Rafael, es muy frustrante
para un joven de mi edad ver que en Cuba llevamos 50 años sin que se produzca
un relevo generacional porque el gobierno no lo ha permitido. Y no hablo de que
me den el poder a mí, que tengo 28 años. Hablo de los cubanos que tienen 40, 50
o incluso 60 años y no han tenido nunca la posibilidad de decidir. Porque las
personas que hoy en día tienen esas edades y ocupan puestos de responsabilidad
en Cuba no han sido formados para tomar decisiones, sino para aprobarlas. No
son dirigentes, son funcionarios. Y ahí incluyo desde ministros hasta los
delegados de la asamblea nacional. Son parte de un sistema vertical que no da
margen para que ejerzan la autonomía que les corresponde. Todo se consulta. Y
contrario a lo que dice el refrán: en vez de pedir perdón, todos prefieren
pedir permiso.
Dice usted que en mi país se puede votar y
ser elegido para cargos desde los 16 años. Y que la presencia de jóvenes
delegados ha bajado desde los años 80 hasta ahora. Incluso me advierte que si
seguimos marchándonos, habrá menos jóvenes votando y por tanto menos elegibles.
Y yo le pregunto: ¿De qué sirve mi voto? ¿Qué puedo yo cambiar? ¿Qué han hecho
los delegados de la asamblea nacional para que me interese por ellos? Seamos
sinceros, Rafael, y creo que usted lo es en su carta, así que yo también quiero
serlo en la mía, ambos sabemos que la asamblea nacional, tal y como está
concebida, solo sirve para aprobar leyes por unanimidad. Resulta paradójico
llamarle asamblea a una institución que se reúne una semana al año. Tres o
cuatro días en verano y tres o cuatro días en diciembre. Y en esos días se
limita a aprobar los mandatos del Consejo de Estado y de su Presidente, que es
quien decide lo que se hace o no se hace en el país. Lamentablemente, yo no
puedo votar a ese presidente. Y no sabe cuánto me gustaría hacerlo.
Hace unos días escuché a Ricardo Alarcón
confesarle a un periodista español que él no cree en la democracia occidental
“porque los ciudadanos solo son libres el día que votan, el resto del tiempo
los partidos hacen lo que quieren…” Aunque fuera así, que no lo es (al menos no
siempre, y no en todas las democracias), estaría reconociendo que desde que yo
nací, en 1984, los electores en Estados Unidos, por ejemplo, ha tenido siete
días de libertad (uno cada cuatro años) para cambiar a su presidente. Algunas
veces lo han hecho para bien, y otras para mal. Pero esa es otra historia. Un
joven de New Jersey que tenga mi edad ya ha tenido dos días de libertad para,
por ejemplo, echar a los republicanos de Bush y nombrar a Obama. Los cubanos no
hemos podido tomar una decisión así desde 1948 (no incluyo las elecciones de
Batista, por supuesto). Y si usted me dice que la capacidad de nombrar a un presidente
no es relevante para un país yo le digo que sí lo es. Y más para un joven que
necesita sentir que se le toma en cuenta. Aunque solo sea por un día.
Usted probablemente piensa que los que nos
marchamos elegimos el camino más fácil, que lo duro es quedarse a resolver los
problemas. Pero le tengo que decir que mis abuelos y mis padres se quedaron en
Cuba para pelearse con esos problemas. Renunciaron a muchas cosas por la Revolución y hasta se
jugaron la vida por ella. Para darme un país avanzado, equitativo, progresista.
Y el que me han dado es uno en el que la gente celebra poder comprar un carro y
vender su casa como si fuera una conquista. Pero eso no es una conquista, es
recuperar un derecho que ya teníamos antes de la Revolución. ¿A eso
hemos llegado? ¿A celebrar como un éxito algo tan básico? ¿Cuántas otras cosas
básicas habremos perdido en estos años? Para mis padres es doloroso asumir ese
fracaso, y no lo quieren para mí. No quieren que con 55 años tenga un sueldo
que no me alcance para vivir, ni el sueldo ni la libreta. Porque no alcanza. Y
no quieren que para sobrevivir acuda al mercado negro, a la corrupción, a la
doble moral, a fingir. Prefieren que esté lejos. A los 28 años yo me he
convertido en la seguridad social de mis padres, ¿O cómo cree que sobreviven
dos personas con 650 pesos? Sí, Rafael, hemos tenido que irnos cientos de miles
de cubanos para que nuestro país no quiebre. Lo que Cuba ingresa de nuestras
remesas es superior, en valor neto, a casi todas sus exportaciones. Eso sí, el
país ha perdido juventud y talento, y en vez de abrir un debate realista sobre
cómo parar esa sangría, sigue anclado a un inmovilismo ideológico que no es
otra cosa que miedo al futuro. ¿Y qué hago yo en un país cuyos gobernantes le
tienen miedo al futuro…? ¿Esperar a que se mueran…? ¿Esperar a que cambien las
leyes por generosidad y no por convicción? ¿Qué hago yo en un país que sigue
premiando la incondicionalidad política por encima del talento? ¿A qué puedo
aspirar si no basta con lo que soy y lo que hago…? ¿A convertirme un cínico? ¿O
me anima usted a que dé la cara y diga lo que pienso? Algunos jóvenes de mi
generación ya lo han hecho, ¿Y dónde están? Recordemos a Eliécer Ávila, un
estudiante de la
Universidad de Ciencias Informaticas que tuvo la valentía de
preguntarle a Ricardo Alarcón por qué los jóvenes cubanos no podíamos viajar
como cualquier otro, y fue represaliado por el sistema. Él no tuvo la culpa de
que allí hubiera un cámara de la
BBC , ni de la respuesta ridícula que dio Alarcón (aquella
barbaridad de que el cielo se llenaría de aviones que chocarían entre ellos)
Hoy Eliécer vive marginado por razones políticas. Y no es un terrorista ni un
mercenario ni un apátrida, es un joven humilde, mulato, universitario, que
cometió el error de ser honesto. Qué triste hacer una revolución para terminar
condenando a alguien por ser honesto. ¿Para eso quiere usted que me quede,
Rafael?
Dejar tu país y tu familia no es un camino
fácil. Ni la solución a nada, solo es un principio. Te vas a otra cultura,
tienes que aprender otro idioma, pasas momentos muy malos. Te sientes solo.
Pero al menos tienes el alivio de saber que con esfuerzo puedes conseguir
cosas. Mi primer invierno en Bulgaria fue muy duro, conseguí trabajo como
transportista y pasé cuatro meses subiendo y bajando lavadoras para ahorrar
dinero y poder viajar a Turquía. Una ilusión que tenía desde niño. Y viajé. No
tuve que pedir un permiso de salida ni mi avión chocó con ninguno. Pude cumplir
el sueño de Eliécer. Y me alegro de haberlo hecho. He conocido otras
realidades, he podido comparar. He descubierto que el mundo es infinitamente
imperfecto, y que los cubanos no somos el centro de nada. Se nos admira por
algunas cosas igual que se nos aborrece por otras. También he descubierto que
irme no ha cambiado mis convicciones de izquierda. Porque lo de Cuba no es
izquierda, Rafael. Póngale usted el nombre que quiera, pero no es izquierda. Yo
estoy de parte de aquellos que buscan el progreso social con igualdad de
oportunidades y sin exclusiones. Pienses como pienses. Sin sectarismo ni
trincheras. Porque eso solo sirve para enfrentar a la sociedad y sustituir
verdades por dogmas.
Por último, Rafael, la casualidad quiso que
terminara en un país que también estuvo gobernado por un partido y una
ideología única. Aquí no hubo revolución de terciopelo como en Checoslovaquia,
ni derribaron un muro como en Berlín ni fusilaron un presidente como en
Rumania. Aquí, como en Cuba, la gente no conocía a sus disidentes. Aquí no
había fisuras, y sin embargo, en una semana pasaron de ser un estado socialista
a una república parlamentaria. Y nadie protestó. Nadie se quejó. No puedo
evitar preguntarme, ¿Acaso pasaron 40 años fingiendo? Desde entonces no han
tenido un camino de rosas, han enfrentado varias crisis, incluso la población
ha llegado a vivir con peor calidad de la que tenía en los años 80, pero
curiosamente, la inmensa mayoría de búlgaros no quiere volver atrás. Y eso que
el socialismo que dejaron ellos era bastante más próspero que el que hoy
tenemos los cubanos. Pero en este país no piensan en el pasado, piensan en el
presente. En mejorar la economía, en resolver las desigualdades (que las hay,
como en Cuba), en combatir la doble moral, los personalismos y la corrupción
que generó el estado durante décadas.
El día que ese presente importe en Cuba, no
tenga duda, nos veremos en La
Habana.
Ivan López Monreal