jueves, 11 de febrero de 2016

Fidel Castro y las Masas

La obra maestra de Fidel Castro

Durante décadas el dictador-director se las ingenió para que la revolución pareciera un fenómeno de masas

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Cuando Fidel Castro bajó de la Sierra Maestra, seguramente no tenía muy claro cómo se enfrentaría a los seis millones y más de habitantes que tenía Cuba en aquél entonces.

¿Habrá pensado el dictador que todo un pueblo se pondría a sus pies, como fiel espectador?

¿Cuándo supo realmente que eso no lo iba a lograr nunca?

Seguramente recordaba que en dos ocasiones las dos huelgas que ordenó al pueblo para poner fin a la guerra de guerrillas, no ocurrieron. Es posible entonces que, a partir de ese momento, siempre sintiera desconfianza al escuchar la gritería de sus primeros fanáticos seguidores, compuestos por miles, embelesados con sus palomas, su barba y su parecido a Cristo.

Él sabía que las palomas podían desaparecer, que su barba languidecería con el tiempo y que el verdadero Cristo sería puesto definitivamente en sus altares.

Un 28 de septiembre de 2003 dijo la frase más demagógica de su vida: “El misterio de la Revolución está en las masas.”

¿A qué masas se refería? ¿Sólo a los miles que acudían a su llamado, o a un pueblo que nunca tuvo (y lo sabía, puesto que jamás se atrevió a hacer elecciones libres)? En la Plaza de la Revolución caben unas 200 mil personas; frente al Palacio Presidencial, donde preguntó sobre los fusilamientos, caben 50 mil; y en 23 y 12, para proclamar el Socialismo, un poco más.

¿Cómo queda entonces el mito del millón de participantes, o de todo un pueblo, como se dice aún?

Fidel Castro mejor que nadie sabía que sus primeras masas, las que pertenecieron al estrato inferior de la sociedad, considerado como ese menos culto y más ordinario que sólo comprendía la parte superficial de los asuntos de una nación, que desconocían por completo su personalidad y sus ansias de poder, lo habían ayudado no sólo a aplazar las elecciones generales, sino además, a que se olvidaran de ellas, cuando preguntó, restándole importancia a esta fórmula democrática, por lo que muchos habían luchado y habían dado su vida:

“¿Elecciones para qué?”

¿Cuándo fue que los muchachones miembros de la Seguridad del Estado soplaron al oído de los mandamases la necesidad de nuevas medidas, para que todo se siguiera viendo normal durante los encuentros del dictador con sus masas, ya no tan conmovidas, ya no tan fanáticas y mucho menos histéricas?

Para lograr que miles de cubanos hicieran acto de presencia en sus mítines políticos y continuaran aprobando leyes, planes y cuanta idea se le ocurriese al Omnímodo, necesitó de grupos de artistas, sobre todo de los miembros de la Nueva Trova, encabezada por Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, porque cada día que pasaba concurrían menos y menos sus masas.

Unos años después, el escenario de esos mítines políticos, por fuerza del destino, volvió a cambiar. Se colocaron cientos de sillas en áreas abiertas, para que “los de más confianza” pudieran sentarse cómodamente y escuchar a los nuevos y viejos líderes de la misma envejecida y apuntalada Revolución. Así, no se escucharía una queja, un grito de libertad.

En 2003, precisamente, se desató una fuerte ola de represión contra la oposición interna. El MININT (Ministerio del Interior) le había asegurado al comandante que dicha oposición, perteneciente al Movimiento Cubano de Derechos Humanos, estaba compuesta por más de treinta mil miembros. Hoy son muchos más.

¿Masas organizadas contra mí?, se preguntó el dictador, trastornado por la noticia su viejo corazón.

Montado en cólera, envió a prisión, por décadas, a un total de 75 opositores y periodistas independientes.

Tres años después, en 2006, decidió al fin alejarse de sus masas. El que tanto se había parecido a Cristo, que juró el 8 de enero de 1959 que “jamás incurriría en la grosería de ser un dictador”, comenzó a sentirse uno fracasado, comenzó a sentir, por primera vez, una fuerte oposición en su país.

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