11 de octubre del 2015
por Carlos Alberto Montaner
El papa Francisco basa sus ideas económicas en la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), una mezcla de buenos propósitos y declaraciones vacías, algunas de ellas contradictorias, que el Vaticano ha ido acumulando desde 1891, cuando León XIII proclamó la Encíclica Rerum Novarum para abordar la “cuestión social”.
La DSI, como
se conoce en el argot político, fue concebida para enfrentarse a los
comunistas, pero sin decantarse claramente por la economía de mercado. No
obstante, contiene al menos cinco errores importantes que la invalidan como un
instrumento serio para propiciar el desarrollo y combatir la pobreza.
· Primero:
La idea de que la propiedad privada sólo se justifica “en función social”.
Esa declaración de la DSI les abre las puertas a todas los abusos de los
mandamases. ¿Quién decide si, tener una confortable mansión en Miami, otra en
un resort del Caribe y un buen yate para navegar entre ellas
son propiedades moralmente aceptables en función social?
¿Cuál es la función social de poseer un
Botero, un Picasso un Mercedes Benz o un Rolex Presidente? ¿Dónde
comienza o termina la “función social”? ¿Qué quiere decir exactamente esa
frase?
· Segundo:
La equivocada noción del “bien común”. Ese concepto
esgrimido por la DSI –pero no sólo por ella– sirve para justificar la
intervención del Estado con el objeto, supuestamente, de corregir los errores
del mercado. Es relativamente fácil entender que la noción del bien común es
un camelo*, dado que las necesidades de la sociedad tienden al infinito,
mientras los recursos disponibles son limitados. Los bienes y servicios que se
les ofrecen a unos siempre se les niegan a otros. El aeropuerto que se
construye es a costa del hospital o la escuela que no se edifican. Los recursos
que se emplean en construir un magnífico templo para adorar a Dios no se
utilizan para construir un orfanato. Y quienes toman las decisiones no lo hacen
tras devanarse los sesos para establecer cuál es el bien común,
sino para satisfacer a sus partidarios o, en el peor de los casos, para
beneficiarse personalmente. Sería útil que el Santo
Padre y sus asesores repasaran las fundamentadas propuestas de la “Teoría de la
elección pública”. Tal vez se ahorrarían unos cuantos disparates.
*Camelo = Simulación,
fingimiento, engaño que intenta parecer verdadero. (wordreference.com)
· Tercero:
La nefasta creencia en que existe un “precio justo” para las cosas, y que los
funcionarios son capaces de determinarlo. Ese viejo debate, que
comenzaron los griegos clásicos, la DSI lo ha trasladado a la certeza de que
existe un “salario justo”, o unas “condiciones materiales justas”, en las que
se verifica la dignidad del hombre. En rigor, esa posición es el fruto de la
ignorancia, la demagogia o del buenismo. El salario y las condiciones de
vida de los trabajadores (y de los propietarios) no dependen de las necesidades
subjetivas señaladas por la DSI, sino de las condiciones objetivas de la
sociedad en que se trabaja y de la calidad del aparato productivo. Una sociedad
que obtiene sus recursos de vender café no puede alcanzar la calidad de vida de
otra que fabrica chips, aviones y productos farmacéuticos. Si uno trabaja como
un holandés, puede y debe aspirar a vivir como un holandés. Si uno trabaja como
un congolés, tendrá que vivir como un congolés, aunque la DSI insista
inútilmente en su discurso bondadoso, a menos de que el gobierno fuerce una
continua transferencia de recursos de las sociedades productivas a las
improductivas, o de los sectores productivos a los improductivos, actitud que
acaba por destrozar los fundamentos del sistema económico.
Cuarto: La desigualdad. La postura de la DSI frente a
la desigualdad es peligrosa y puede agravar la situación. Es absurda la
suposición de que quienes administran el Estado deben y pueden determinar la
cantidad y calidad de bienes que debe poseer una persona para combatir el
flagelo de la “desigualdad”. Ya sé que lo que le preocupa al Vaticano es que el
CEO* de una compañía gane 200 veces más que el señor que limpia los baños, pero
de alguna manera es la sociedad la que decide o admite esas diferencias, de la
misma manera que convierte en supermillonarios a sus artistas o deportistas
favoritos sin importarle la desigualdad que se provoca. ¿Quién establece esos
límites? ¿Es inmoral que los cardenales posean aire
acondicionado, secretarios, autos, mientras haya feligreses muertos de hambre,
exponentes de la desigualdad, agolpados en las puertas de las
iglesias pidiendo limosnas?
*Chief Executive Officer
(Director Ejecutivo)
· Quinto:
La austeridad y el no-consumismo. Es disparatada la defensa
que hace la DSI de la austeridad y del no-consumismo, sin admitir el carácter
subjetivo de esas actitudes, y sin entender la contradicción inherente que
existe entre combatir la pobreza y condenar el consumo. Si el Primer Mundo le
hiciera caso al Vaticano y súbitamente asumiera una vida austera, cientos de
millones de personas en el planeta serían precipitadas a la miseria y al
hambre. (Supongo que Francisco sabe que el 70% del PIB norteamericano se debe,
precisamente, al consumo, y que cada punto que cae significa más desempleo y
pobreza).
Afortunadamente para los católicos, no es necesario que suscriban la DSI
para salvarse. En estos temas los papas no hablan ex cátedra*. Saben que pueden
equivocarse.
*Con autoridad
Nota: Como me han preguntado varias veces de dónde saco los aspectos que me
parecen erróneos de la DSI, a continuación copio el epígrafe correspondiente
del conocido compendio de esa Doctrina. CAM
178 La enseñanza social de la Iglesia exhorta a reconocer
la función social de cualquier forma de posesión privada,376 en
clara referencia a las exigencias imprescindibles del bien común.377 El
hombre « no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como
exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le
aprovechen a él solamente, sino también a los demás ».378 El
destino universal de los bienes comporta vínculos sobre su uso por parte de los
legítimos propietarios. El individuo no puede obrar prescindiendo de
los efectos del uso de los propios recursos, sino que debe actuar en modo que
persiga, además de las ventajas personales y familiares, también el bien común.
De ahí deriva el deber por parte de los propietarios de no tener inoperantes
los bienes poseídos y de destinarlos a la actividad productiva, confiándolos
incluso a quien tiene el deseo y la capacidad de hacerlos producir.
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